Por estas fechas, pero hace treinta años, cuando trabajaba para IBM en Estados Unidos, tuve un percance de tránsito producto de mi imprudencia. Mi seguro se encargó de pagarle al otro y yo me quedé con el golpe, pues el deducible era tan alto que de cualquier forma iba a terminar pagando.
Sin embargo, hete aquí que un buen día tocaron a la puerta de la casa y, al abrirla, me topé con un chavo afroamericano que se ofrecía a “sacarme” el golpe por cincuenta dólares. En México, en varias ocasiones eché mano de estos magos ambulantes de la hojalatería, siempre con resultados, si no óptimos, sí bastante aceptables. Con esta experiencia en mente, vi la oportunidad de ahorrarme algunos cientos de dólares y acepté sin chistar. Mi amigo se puso manos a la obra y yo esperé dentro de la casa a que me avisara en cuanto terminara.
Cuando así ocurrió, cuál no va siendo mi sorpresa al ver que el auto estaba mucho peor que antes de que el mozalbete se pusiera a trabajar, y además exigiendo éste su paga. Por supuesto que me negué en redondo a transigir y lo mandé con cajas destempladas a otra parte. No más de media hora después, el muchacho se volvió a presentar, pero esta vez acompañado por un negro tan fornido como Lotario el de Mandrake, y exigiendo los ¡cien bucks! que yo me había comprometido a pagarle al chavo. Lleno de temor, sólo acerté a decirle que habían sido únicamente cincuenta los del trato.
- Qué bueno que reconoce usted la deuda -me espetó el negrote-, así que desembolse.
La artimaña le había resultado fructífera a la mole, pero yo le repliqué que ni los cincuenta ameritaba el “arreglo” que su compañero me había hecho. Y así transcurrió la discusión durante los siguientes varios minutos, hasta que opté por ponerme tan listo como fortachón y conminarlo en los siguientes términos:
- Mire -le dije-, lo invito a que vayamos a ver mi coche, y si usted juzga que el trabajo lo amerita, le pago no los cincuenta, sino los cien que demandaba.
Encantado de la vida y celebrando anticipadamente su triunfo, haciéndose ya con la descomunal estafa, el hombrón aceptó de mil amores y los tres nos encaminamos a inspeccionar el vehículo. El individuo veía y reveía el trabajo, se alejaba del auto lo suficiente para tener una mejor perspectiva, se volvía a aproximar y hasta en cuclillas se ponía para examinarlo de cerca, pasando la palma de su mano y acariciando una y otra vez el golpe entresacado. Y en un desplante inesperado e intempestivo, Lotario se puso de pie, le dio un par de palmadas en la espalda a su amigo, el “hojalatero”, lo abrazó fraternalmente, y lo instruyó cariñosa pero lacónica y perentoriamente:
- Let’s go, brody -y ambos dieron media vuelta y se marcharon, sin reclamar más nada y sin siquiera voltear a verme.
Yo me quedé celebrando mi triunfo sobre este gigante de ébano y añorando a los “entresacadores” mexicanos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario