Pronto se cumplirán 19 años de que me mudé, junto con la familia, de la Ciudad de México a León, Guanajuato. Siempre me he sentido un desarraigado que continuamente contrasta las buenas cosas de la megalópolis con la sencillez de la vida provinciana, sin considerar las innumerables desventajas de aquella, pues, a final de cuentas, salimos (o salí) huyendo de ahí. No sé qué imaginé, ya que eran frecuentes los enfáticos encomios que escuchaba de boca de otros sobre la ciudad cuerera.
Mis proverbiales desequilibrios hacían que sintiera un encono tal por todo lo leonés que llegaba al extremo de sentir una euforia enfermiza cada vez que el equipo León fallaba en sus repetidos intentos por volver al máximo circuito del futbol mexicano, que no fueron pocos en diez años, buena parte de los cuales había ya vivido aquí.
Quizá abrevie mucho todo el asunto, pero no dejó de llamar poderosamente mi atención que el sábado 4 de diciembre en la noche, poco antes del partido entre el León y los Tigres de la UANL, estuviera yo en el puritito nervio esperando el inicio del encuentro, lo que me hizo recordar mi infancia cuando mi madre me reprendía por verme absolutamente descompuesto esperando el inicio del partido entre mi equipo favorito en aquel entonces y su acérrimo rival, ambos tan caídos en desgracia actualmente que ni siquiera merecen el ser nombrados. “¡Mira nada más cómo te pones, Raúl, estás loco!”. Me amonestaba la señora.
Ustedes pensarán que hasta qué grado de demencia llegan mis traumas para que me pusiera en tal trance esperando la derrota de alguien, ¡pero no!, estaba así porque deseaba en el alma que ganara “mi” equipo, el León, y no por desprecio al otro, los Tigres, sino por un auténtico afecto que ha ido creciendo en el transcurso de los años por los panzas verdes. Hasta me asusté, me cae. Ya se imaginarán cómo grité el agónico gol con el que éstos vencieron a los universitarios para así conseguir el pase a la final del balompié mexicano.
Ni qué decir cuando el domingo leí en el periódico los encomiásticos elogios de David Faitelson, Roberto Gómez Junco y Luis García, que, resumiéndolos en uno, rezarían: “León no solo muestra efectividad, también mantiene un respeto y una esencia por el buen juego; se mostró poderoso y lo pone favorito para campeón ante quien sea; es un club ganador, pero también es un ejemplo de organización deportiva, al que se le debe aprender”.
¡No, hombre!, me sentí yo tan orgulloso como si el equipo me perteneciera. En mi descargo he de decir que este entusiasmo fue creciendo desde la época del bicampeonato con Gustavo Matosas, hasta convertirse actualmente en este fanatismo desbordado, aunque no irracional. Lástima que hayan robado a los Pumas, pero en la final los vengaremos con creces.
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