Fuimos “diseñados” para vivir pocos años: 35-55, hasta principios del siglo XIX. Por ello, los esfuerzos para llevar la esperanza de vida al doble (70-73) en la actualidad, me parecen tan necios como los que menciona Yuval Noah Harari en su libro Homo Deus para lograr la inmortalidad.
Si yo fuera creyente, además de escribirlo con mayúscula, imaginaría al señor encolerizado y lanzando una maldición similar a la del “crujir de huesos y rechinar de dientes” del Juicio Final: “¡Ah, me desafiáis, malditos de mi Padre!, pues ahí os va el Alzheimer, el Parkinson y demás achaques ‘inocuos’ de la vejez, para que no os arroguéis poderes que solo a mí me corresponden”.
Para qué carajos, me pregunto yo. Eso de estar aspirando a la divinidad (Harari dixit) no va conmigo. Para decirlo en términos coloquiales de actualidad: no soy “aspiracionista” (aunque no por ello deje de estar de acuerdo con el periodista Salvador Camarena cuando afirma que dejemos de hacerle el juego al viejo imbécil -el calificativo es mi responsabilidad- que actualmente nos gobierna, en cuanto a la perversión del lenguaje en que incurre todos los días en sus idiotas homilías).
La vida harta. Lo he reiterado ad nauseam, pero lo hago una vez más: yo ya no.
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