No, no me refiero al costo de la pandemia en el pico de la misma, ya saben que de eso estoy hasta la madre. Hablo más bien del ataque de mi hija Carolina a la cima del Pico de Orizaba o Citlaltéptl (Cerro de la Estrella), lo cual intentó hoy, domingo 13 de diciembre de 2020, coronando así su primera cumbre. Nos lo acaba de informar.
Todavía recuerdo cuando en junio de 1992 IBM me asignó temporalmente a su laboratorio en La Gaude, Francia, colindante con la Costa Azul, a donde exigí que me acompañara la familia, entonces compuesta sólo por Elena y la referida Caro, que justo acababa de cumplir el año de edad. Ésta prácticamente terminó de aprender a caminar en los aeropuertos mientras esperábamos a abordar nuestros vuelos. Ahora, ella escalando montañas y lamentando que yo trastabille en el Parque Metropolitano. El mundo al revés, como era de esperarse que ocurriera.
Carolina se estuvo preparando intensamente para esto. Hace unos meses empezó a correr como si en ello le fuera la vida. De repente decía: “Voy al Palote, hoy me tocan 30 kilómetros”, y regresaba como si nada. Su gran determinación la llevará a cumplir la meta que se proponga en la vida. Creo que la que sigue en el ámbito deportivo es un maratón, pues en este sentido no deja de admirar a su querido padre. Quienquiera que éste sea.
No en vano Schopenhauer decía que los hijos heredan el genio (carácter) del padre y el genio (inteligencia) de la madre, algo que también se cumple cabalmente con Raúl, que vino al mundo poco más de un par de años después de Caro, y ambos -pobres- son tan neuróticos como su progenitor. Lo bueno es que esto los impulsa a lograr metas como la que reseño en este breve escrito.
Y sí, por qué no, se siente uno tan orgulloso de ello como si la conquista de la montaña más alta de México fuera hazaña propia.
¡Felicidades, Carolina, vamos ahora por el maratón de Tokio que tanto ansías! Y no digo más. Lo bueno, si es breve, doblemente bueno.
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