Cuando llegamos a las inmediaciones de
la torre Eiffel, nos dimos cuenta de que estaba acordonada. Elena, los entonces
niños Caro y Raúl, de 11 y 9 años de edad, respectivamente, y yo nos acercamos
lo más que pudimos para ver lo que ocurría. Todo era provocado por un hombre de
mediana edad que trepaba por una de las patas del monumento. El individuo se
aproximaba al nivel del primer piso de la torre, a más de 50 metros sobre
tierra firme, y era seguido en su loca aventura por cuatro o cinco bomberos
tratando cautelosamente de darle alcance. No se permitía la entrada a los que
estábamos fuera ni la salida a quienes se hallaban dentro de la majestuosa mole
de acero.
Mientras tanto, el hombre continuaba su
ascenso, y se veía que el bombero en punta iba hablándole y tratando de
disuadirlo para que desistiera en su temerario empeño. Sin embargo, aquel no
hacía caso y seguía escalando. Esto llevó varios minutos todavía, hasta que
hubo llegado a los inicios del arco que ahí formaba la torre, se mantuvo en pie
como pudo y se despojó de su saco, que poco después arrojó desde las alturas,
ante el espanto de todos los que ahí nos encontrábamos, pues en un principio
pensamos que era él quien se había lanzado. Al clamor de espanto de la
multitud, siguió la carcajada de alivio al comprobar nuestro equívoco, pero
pocos segundos después, el grito fue aterrador al ver “volar” al hombre, que
fue a impactarse violentamente en el piso. Nadie, por supuesto, hubiera
tolerado tal visión, pues enseguida se desvía la mirada a otra parte. Elena
lloraba angustiada y los chavos, en su inocencia todavía, no atinaban a saber
qué estaba ocurriendo, aunque obviamente se percataban de que alguien se había
arrojado desde lo alto.
Los bomberos habían fallado en su
heroico intento y descendían frustrados por donde habían llegado. Un reportero,
micrófono en mano y ante las cámaras, entrevistaba al rescatista que había
liderado a sus compañeros. Varios minutos después, el agente ministerial que
llegó a dar fe de los hechos, levantó una punta del lienzo de papel aluminio
que cubría el cadáver sobre el piso y, moviendo con horror la cabeza de un lado
a otro, volvió a cubrir el cuerpo con la manta.
Cuando reabrieron las taquillas, Raúl se
negó terminantemente a subir al mirador de la torre. Tal vez quería evitar que
a él le fuera a ocurrir otro tanto. Apesadumbrados, emprendimos la retirada.
Al día siguiente, miércoles 30 de abril de 2003,
refundida en la página 11 de LE FIGARO, fue publicada la siguiente nota
anónima, Suicidio en la torre Eiffel,
sobre un individuo no menos anónimo: “Un hombre se suicidó ayer aproximadamente
a las 17 horas al saltar del primer piso de la torre Eiffel, después de haber
franqueado la verja de protección del monumento. Este es el primer suicidio
cometido en el año desde las alturas del monumento parisino.”. De la chaqueta
de la que se despojó el individuo para evitar que esta quedara irreconocible
entre sus restos y que muy probablemente contuviera su última voluntad y la
explicación a muchos de los enigmas que rodeaban una, tal vez, muy triste vida,
absolutamente nada se decía, pero lo que yo hubiera dado por tener acceso a
ella.
No sé por qué este hecho me ha intrigado tanto a
través de los últimos varios años. Quizá sea porque el hombre se veía atildado,
muy probablemente hasta se haya bañado por la mañana e incluso recortado la
barba. Casi seguro comió lo suficiente para acumular la energía que necesitó
para escalar el monumento, amén del estudio cuidadoso durante días del
entreverado de la estructura y de la base de concreto de la pata por la que
subió para trazarse un plan de ataque, en fin.
Pero sobre todo me sorprendió su condición física,
pues eso de escalar 50 metros con una pendiente casi de 90 grados requiere, si
no de meses, sí de varias semanas de arduo entrenamiento.
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