El Negro Sergio Calva, o, simplemente,
el pinche Negro, era un compañero de trabajo regordete, muy muy moreno y
simpatiquísimo. Como aperitivo, solía presentarse en mi oficina unos cinco
minutos antes de la hora de la comida para sentarse a platicar conmigo, hasta
que llegaba el momento en que yo, con elegante arabesco, veía mi reloj con mis
cinco dedos empuñados y el meñique ligeramente levantado en dirección a su
rostro: “Entonces qué, pinche Negro –le soltaba-, ¿a qué horas nos vamos a
comer?”, y él, con idéntico ademán, respondía: “Cuando usted diga, pinche Perro”,
que era como me llamaban a mí en aquellos remotos tiempos. Acto seguido,
soltábamos los dos estentórea risotada y nos íbamos a comer.
Lo dejé de ver cotidianamente pues cada
cual siguió después su rumbo, aunque viéndonos de vez en cuando. Fue así que
asistimos, Elena y yo, al banquete posterior a la boda de su hija en la Hacienda
de los Morales, que se casó con un australiano y se fue a vivir a Oceanía con
él. A finales de 1999, el Negro y su esposa viajaron a Australia a visitar a su
hija y festejar de paso la llegada del nuevo milenio y los 60 de vida de él,
que celebraba el 2 de enero del 2000. Era casi una década mayor que yo, que
cumplí los 50 precisamente en octubre del
99.
Para festejar todo ello, recién iniciado
el nuevo año, se fue la familia entera a la famosísima y hermosa Ópera de Sídney, de múltiples
cúpulas y monumento insignia de la ciudad y quizá de Australia toda, a escuchar
un concierto de música clásica. Estando así dispuestos y disfrutando del
magnífico espectáculo, a Bety, la esposa del Negro, le pareció escuchar un leve
ronquido de éste y, pensando que se había quedado dormido, se dispuso a
levantarle la cabeza y colocarle su saco a manera de almohada, pero se asustó
mucho al sentirlo totalmente inerte. De inmediato se dirigió a sus acompañantes
para hacerles saber que algo estaba ocurriendo con Sergio.
Más rápido aún, comenzó el clásico siseo
de gente molesta que exige compostura a los impertinentes que se atreven a
interrumpir tan solemne evento, para enseguida dar cabida a una petición
generalizada por toda la sala en busca de un médico. El concierto, obviamente, se
interrumpió y, dado el nivel de gente que asiste a tales sesiones, no fue uno,
sino varios los doctores que rodeaban al Negro en un momento dado, aunque únicamente
fue necesario el juicio del que en ese momento examinaba a mi amigo para saber
que éste ya no tenía signos vitales, pues había muerto de un ataque cardiaco fulminante.
¡Impresionante! Bety, deshecha y en el llanto, al igual que todos sus
acompañantes. El público, a los alrededores, consternado.
Se vació por completo la magna sala para
esperar la llegada de las autoridades a que dieran fe. Afuera, toda la familia,
a la que la gente no quería mirar ni siquiera de reojo ante suceso tan trágico
y respetuosamente guardando un silencio sepulcral, quedó a la espera de la
ambulancia que transportara el cuerpo de mi amigo a la morgue. Quién sabe qué
habrá sido del concierto. Muy seguramente se reinició, pues ya se sabe que “el
show debe continuar”, aunque seguramente el ánimo de la concurrencia ya no fue
el mismo. No hay nada tan aterrador como la muerte.
El Negro, claro, fue incinerado, no sólo
por convicción, sino para evitarse los onerosos gastos e inimaginables trámites
y procesos a seguir para transportar, en periplo tan largo, un cadáver. Qantas,
la línea aérea oficial de Australia, se portó maravillosamente con Bety y, por
supuesto, respetaron el asiento del Negro sin cargo alguno, por más que aquella les pidió que si
querían asignarlo a alguien más, procedieran. La tripulación le pidió que se
relajara lo más que pudiera en ambos asientos y que por la urna no se
preocupara, ellos cuidarían escrupulosamente de la misma.
La amistad con el Negro llegó a ser tan
estrecha que, a poco de regresar a México, Bety nos visitó en la casa y nos
relató todo lo que aquí ha quedado asentado. Por supuesto, ella sabía lo “pesado”
–dirían los clásicos- que nos llevábamos Sergio y yo, pero aun así rechazó sutilmente,
con una sonrisa en la boca, el epitafio que se me había ocurrido grabar en su
última morada y que rezaba: “¡Pinche Negro, nunca te gustó la música clásica!”
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