martes, 18 de junio de 2019

Épico final

El Negro Sergio Calva, o, simplemente, el pinche Negro, era un compañero de trabajo regordete, muy muy moreno y simpatiquísimo. Como aperitivo, solía presentarse en mi oficina unos cinco minutos antes de la hora de la comida para sentarse a platicar conmigo, hasta que llegaba el momento en que yo, con elegante arabesco, veía mi reloj con mis cinco dedos empuñados y el meñique ligeramente levantado en dirección a su rostro: “Entonces qué, pinche Negro –le soltaba-, ¿a qué horas nos vamos a comer?”, y él, con idéntico ademán, respondía: “Cuando usted diga, pinche Perro”, que era como me llamaban a mí en aquellos remotos tiempos. Acto seguido, soltábamos los dos estentórea risotada y nos íbamos a comer.

Lo dejé de ver cotidianamente pues cada cual siguió después su rumbo, aunque viéndonos de vez en cuando. Fue así que asistimos, Elena y yo, al banquete posterior a la boda de su hija en la Hacienda de los Morales, que se casó con un australiano y se fue a vivir a Oceanía con él. A finales de 1999, el Negro y su esposa viajaron a Australia a visitar a su hija y festejar de paso la llegada del nuevo milenio y los 60 de vida de él, que celebraba el 2 de enero del 2000. Era casi una década mayor que yo, que cumplí los 50 precisamente en octubre del 99.

Para festejar todo ello, recién iniciado el nuevo año, se fue la familia entera a la famosísima  y hermosa Ópera de Sídney, de múltiples cúpulas y monumento insignia de la ciudad y quizá de Australia toda, a escuchar un concierto de música clásica. Estando así dispuestos y disfrutando del magnífico espectáculo, a Bety, la esposa del Negro, le pareció escuchar un leve ronquido de éste y, pensando que se había quedado dormido, se dispuso a levantarle la cabeza y colocarle su saco a manera de almohada, pero se asustó mucho al sentirlo totalmente inerte. De inmediato se dirigió a sus acompañantes para hacerles saber que algo estaba ocurriendo con Sergio.


Más rápido aún, comenzó el clásico siseo de gente molesta que exige compostura a los impertinentes que se atreven a interrumpir tan solemne evento, para enseguida dar cabida a una petición generalizada por toda la sala en busca de un médico. El concierto, obviamente, se interrumpió y, dado el nivel de gente que asiste a tales sesiones, no fue uno, sino varios los doctores que rodeaban al Negro en un momento dado, aunque únicamente fue necesario el juicio del que en ese momento examinaba a mi amigo para saber que éste ya no tenía signos vitales, pues había muerto de un ataque cardiaco fulminante. ¡Impresionante! Bety, deshecha y en el llanto, al igual que todos sus acompañantes. El público, a los alrededores, consternado.

Se vació por completo la magna sala para esperar la llegada de las autoridades a que dieran fe. Afuera, toda la familia, a la que la gente no quería mirar ni siquiera de reojo ante suceso tan trágico y respetuosamente guardando un silencio sepulcral, quedó a la espera de la ambulancia que transportara el cuerpo de mi amigo a la morgue. Quién sabe qué habrá sido del concierto. Muy seguramente se reinició, pues ya se sabe que “el show debe continuar”, aunque seguramente el ánimo de la concurrencia ya no fue el mismo. No hay nada tan aterrador como la muerte.

El Negro, claro, fue incinerado, no sólo por convicción, sino para evitarse los onerosos gastos e inimaginables trámites y procesos a seguir para transportar, en periplo tan largo, un cadáver. Qantas, la línea aérea oficial de Australia, se portó maravillosamente con Bety y, por supuesto, respetaron el asiento del Negro sin cargo alguno, por más que aquella les pidió que si querían asignarlo a alguien más, procedieran. La tripulación le pidió que se relajara lo más que pudiera en ambos asientos y que por la urna no se preocupara, ellos cuidarían escrupulosamente de la misma.

La amistad con el Negro llegó a ser tan estrecha que, a poco de regresar a México, Bety nos visitó en la casa y nos relató todo lo que aquí ha quedado asentado. Por supuesto, ella sabía lo “pesado” –dirían los clásicos- que nos llevábamos Sergio y yo, pero aun así rechazó sutilmente, con una sonrisa en la boca, el epitafio que se me había ocurrido grabar en su última morada y que rezaba: “¡Pinche Negro, nunca te gustó la música clásica!”

Por lo demás, siempre he pensado que para una buena “ficción” no hay más que describir muy fidedignamente la realidad.

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