Como dice el escritor y filósofo español
Fernando Savater en su autobiografía razonada Mira por dónde (Taurus, 2003), la memoria es cruel y traicionera, y
pone como ejemplo el recuerdo de la ocasión en que, siendo niño, no dejaba de molestar
a su hermana a pesar de las advertencias del padre de que la dejara en santa
paz, hasta que, cansado éste de escuchar las quejas de la niña, montó en cólera
y empezó a perseguir a Fernando tirándole de patadas sin conseguir acertarle
ninguna, pero el niño quedó tan dolido como si le hubiera acertado todas, pues
no era ésta la imagen que de su padre había tenido, siempre en control y
condescendiente con la familia. Lo marcó de por vida, pues.
Algo similar a lo que le aconteció a
Savater nos pasó a mi hermano mayor y a mí cuando éramos unos críos menores de
diez años de edad. Mi padre nos había dejado solos por unos momentos en el
despacho de su jefe en la compañía turística para la que trabajaba estando éste
ausente, pero al ingresar a su oficina se dio cuenta de que forcejeábamos entre
nosotros a consecuencia, para variar, de que yo no dejaba de molestar al
primogénito. Acto seguido, sin que nos diéramos cuenta, llamó a su secretaria
para que le pidiera a Nicolás, mi padre, que fuera por nosotros para ponernos
bajo control. Es aquí donde la memoria savateriana entra en acción.
No recuerdo yo peor humillación a la que
me hayan sometido jamás, y por supuesto también a mi hermano. Camino al coche
de mi padre, en plena calle, don Nico nos iba sometiendo a tormentos que
probablemente no hayan pasado de unos cuantos pescozones, jalones de oreja y
nalgadas, pero juro que yo los sentí como patadas, escupitajos en la cara y
bofetadas. Obviamente, el llanto de ambas criaturas era incontrolable e
inconsolable. Cómo nos atrevíamos a ridiculizarlo así ante su jefe, mocosos
malcriados e irrespetuosos. Yo no deseaba otra cosa en mi interior más que la
presencia de mi madre, que muy seguramente hubiera demandado el divorcio
inmediato de mi padre por tan cruel trato. No recuerdo qué ocurrió el día
anterior a tan infausto acontecimiento ni tampoco al siguiente, pero ese,
¡jamás se me olvidará!
Hace algunos años, ya en León, estando
yo en terapia con un siquiatra ya fallecido, salió a colación, sin buscarlo,
este acontecimiento, y le preguntaba yo al doctor que si alguna marca quedaría
de todo eso hasta nuestros días. “¡En el hipotálamo! –respondió el galeno-, en
el hipotálamo y para toda la vida queda grabada una cosa así”. Desde entonces, entre
la familia, tomamos a chunga tal expresión, y cuando alguien hace algo digno de
rencor en contra de otro, le advierte éste: ¡En el hipotálamo!, lo llevaré por
siempre grabado en el hipotálamo.
La buena noticia es que todo esto me
permitió jamás levantar ni siquiera un dedo en contra de mis hijos, nunca los
toqué, por más encabritado que haya estado yo, y muy a pesar de lo que nos
dijeran alguna vez en la escuela primaria de la Ciudad de México a la que
asistían nuestros niños, que una nalgada dada sin enojo y en el momento
oportuno ayuda más que permanecer pasivo. ¿Y hasta qué edad es recomendable
hacer eso?, pregunté nada más por molestar. Mientras no se la regresen, me
respondieron festivamente.
Cuarenta y tantos años después del
episodio de mi infancia que acabo de relatar, con mi padre ya postrado en cama,
cuadripléjico, y con el afán de mantenerlo lúcido y recuperar tantas
conversaciones que no tuvimos durante nuestra vida, le pregunté con curiosidad si
recordaba aquella triste ocasión. De inmediato respondió que sí, que no había sido
tan grave, que tan sólo nos había dado unas nalgadas, pero se acordaba tan
vívidamente como yo. ¿Nalgadas?, le respondí bromeando, pero si nos tenías ya
en el piso y nos seguías pateando. Mi padre no se pudo contener y derramó una
lágrima.
- ¡Eres un tonto! –me recriminó
Carolina, ahí presente-. ¿Por qué haces llorar a abuelito?
- No, vieja, tu papi tiene razón- le
dijo don Nico a Caro, y volviéndose a mí, con los ojos anegados, sólo balbuceó:-
¡Perdóname, m’hijo!
Cómo no te voy a perdonar si después
fuiste mi orgullo cuando fungiste como intérprete extraoficial entre Díaz Ordaz
y Lyndon B. Johnson en una reunión binacional México- Estados Unidos en 1968,
cómo no te voy a perdonar si después me llevaste a disfrutar el Partido del
Siglo entre Alemania e Italia en el estadio Azteca durante el Mundial del 70 en
compañía de Henry Kissinger, cómo no te voy a perdonar si conseguías que las
estrellas mundiales con las que solías codearte nos enviaran saludos a través
de la televisión y nos dedicaran autógrafos muy sentidos, cómo no te voy a
perdonar si anécdotas como el de la Princesa Caramelo hicieron las delicias de
propios y extraños cuando me he atrevido a publicarlas por este medio.
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