viernes, 24 de mayo de 2019

James Joyce

A raíz del artículo que no ha mucho publiqué, mi buen amigo Humberto Andrade Quezada emitió una hermosa sentencia para referirse a la autobiografía novelada Una historia de amor y oscuridad, de Amós Oz: “es impresionante que el manejo poético de la cotidianidad pueda convertirse en realismo mágico”. Quizá sea todo lo que se necesite para lograr que toda biografía, o autobiografía, resulte tan entrañable como la de Oz.

No fue el caso, por lo menos para mí, con el aclamado y laureado libro James Joyce, de Richard Ellmann (Anagrama, 2018). Con el riesgo de incurrir en una infamia, creo que nunca mejor aplicado el calificativo de mamotreto para una obra tan larga (1174 páginas, a razón de 18.34 por día  y poco más de dos eternos meses de lectura): 2. m. coloq. Libro o legajo muy abultado, principalmente cuando es irregular y deforme, de acuerdo a la RAE. La pésima edición de Anagrama no ayuda mucho: errores tipográficos, ortográficos y hasta cronológicos, con continuas referencias a notas inanes en su vasta mayoría al final del libro (2560), claro, esto no es imputable a la edición española, sino a la inglesa, aparecida en 1959 y revisada por el mismo autor en 1982.

La biografía incluye partes muy rescatables, pero en general resulta tremendamente aburrida, pues ya sabemos que la vida de un autor no es necesariamente lo más entretenido de él, sino sus ficciones. Es así como uno se entera que Joyce vivió casi en la indigencia al inicio de su carrera. Sí, incluso cuando escribió su emblemático Ulises, y que se ayudaba dando clases de inglés, ya unido, aunque no en matrimonio, con Nora, y con dos hijos, Giorgio y Lucía, viviendo perennemente exiliado de su natal Irlanda, principalmente en Trieste, Zúrich y París, y con interminables y alucinantes mudanzas de domicilio.

Si a esto agregamos los problemas de visión que Joyce padeció en ambos ojos, principalmente el izquierdo, que lo convertían prácticamente en ciego funcional, la pérdida de un número indeterminado de piezas dentales por severos problemas bucales, su alcoholismo, que tanto enfurecía a Nora y a la familia en general, defecto “heredado” del padre, John Stanislaus Joyce, y la locura declarada de su hija Lucía, obtendremos el coctel requerido que hubiera vuelto muy miserable la vida de cualquiera, aunque no necesariamente la de Joyce. Lo pobreza, incluso, volvió a rondar la parte final de la vida de James, al grado de pensar nuevamente en dar clases, como lo había hecho extensamente en Trieste.

Podría decirse que la némesis de Joyce fue su esposa, que nunca leyó sus libros, y que lo incitaba a que escribiera cosas que la gente pudiera leer, pero también representó una inaudita solidaridad, aun en la muerte, pues se negó a que a su cuerpo se le brindara ningún servicio religioso (“No podría hacerle eso a Jim”, dijo), de acuerdo a las convicciones más enraizadas del autor, que hasta al bautizo de los hijos llegó a oponerse.

Pero, insisto, lo importante de Joyce es su obra, y esta la podríamos abordar empezando a leer su delicioso Los Dublineses, para enseguida acometer El retrato de un artista adolescente, y hasta ahí, todo bien. Los problemas inician con Ulises, para el que yo podría recomendar que se comenzara con James Joyce’s Ulysses – A Study, de Stuart Gilbert, que frecuentó mucho al celebérrimo autor, para después continuar con la Odisea, de Homero, únicamente para averiguar todo lo que de simbólico tiene la obra de James con ese clásico, no fuera a ser que, como con el artista Henri Matisse, cuando se le pidieron grabados que ilustraran Ulises, entregara sólo dibujos relacionados con el poema épico de Homero, y cuando se le preguntó la razón, arguyó que no había leído el libro de Joyce (“Je ne l’ai pas lu.”). A continuación, sugeriría que se abordara la versión española de Ulises, de José Salas Subirat, por ejemplo, para, finalmente, culminar la tarea con la versión inglesa de la magna obra.

Ahora bien, si no quisiera uno quedarse sólo ahí, que es hasta donde yo he llegado, podría intentar lo imposible: la versión española de Finnegans wake, de Marcelo Zabaloy, aparecida apenas en 2016, y quedar listo para el doctorado con la versión inglesa de este libro. No en balde decía Joyce que uno debiera dedicar toda su vida a la comprensión cabal de su obra o bien esperar a que la humanidad la dilucidara durante los doscientos años transcurridos a partir de su aparición. Muchos cercanos a James no estaban de acuerdo con él, entre quienes se encontraba su propio hermano Stanislaus, pero incluso renombrados colegas, contemporáneos suyos, afirmaban que su escritura simplemente no tenía sentido.

Ahora sabemos, desde luego, que James Joyce fue pionero en muchos sentidos, lo sigue siendo en la actualidad, a pesar de las muchas caricaturas que han tratado de imitarlo a lo largo de los decenios, y la calidad de su obra no la cuestionan hoy en día más que los ignorantes y los envidiosos. Además es, junto con Borges y muchos otros ignorados, el gran ausente en la no pocas veces ignominiosa lista del Nobel de literatura.

1 comentario:

Lisandro dijo...

Muy interesante su artículo, y algunos datos que a veces pasan por alto, gracias por compartir.
Le comparto el siguiente post:
http://quasartechsciencie.blogspot.com/2017/06/jorge-l-borges-y-la-indagacion-de-la.html