A raíz del artículo que no ha mucho
publiqué, mi buen amigo Humberto Andrade Quezada emitió una hermosa sentencia
para referirse a la autobiografía novelada Una
historia de amor y oscuridad, de Amós Oz: “es
impresionante que el manejo poético de la cotidianidad pueda convertirse en realismo
mágico”. Quizá sea todo lo que se necesite para lograr que toda biografía, o
autobiografía, resulte tan entrañable como la de Oz.
No fue el caso, por lo menos
para mí, con el aclamado y laureado libro James
Joyce, de Richard Ellmann (Anagrama, 2018). Con el riesgo de incurrir en una
infamia, creo que nunca mejor aplicado el calificativo de mamotreto para una
obra tan larga (1174 páginas, a razón de 18.34 por día y poco más de dos eternos meses de lectura): 2. m. coloq. Libro o legajo muy abultado,
principalmente cuando es irregular y deforme, de acuerdo a la RAE. La
pésima edición de Anagrama no ayuda mucho: errores tipográficos, ortográficos y
hasta cronológicos, con continuas referencias a notas inanes en su vasta
mayoría al final del libro (2560), claro, esto no es imputable a la edición
española, sino a la inglesa, aparecida en 1959 y revisada por el mismo autor en
1982.
La biografía incluye partes
muy rescatables, pero en general resulta tremendamente aburrida, pues ya
sabemos que la vida de un autor no es necesariamente lo más entretenido de él,
sino sus ficciones. Es así como uno se entera que Joyce vivió casi en la indigencia
al inicio de su carrera. Sí, incluso cuando escribió su emblemático Ulises, y que se ayudaba dando clases de
inglés, ya unido, aunque no en matrimonio, con Nora, y con dos hijos, Giorgio y
Lucía, viviendo perennemente exiliado de su natal Irlanda, principalmente en
Trieste, Zúrich y París, y con interminables y alucinantes mudanzas de
domicilio.
Si a esto agregamos los
problemas de visión que Joyce padeció en ambos ojos, principalmente el
izquierdo, que lo convertían prácticamente en ciego funcional, la pérdida de un
número indeterminado de piezas dentales por severos problemas bucales, su
alcoholismo, que tanto enfurecía a Nora y a la familia en general, defecto
“heredado” del padre, John Stanislaus Joyce, y la locura declarada de su hija
Lucía, obtendremos el coctel requerido que hubiera vuelto muy miserable la vida
de cualquiera, aunque no necesariamente la de Joyce. Lo pobreza, incluso,
volvió a rondar la parte final de la vida de James, al grado de pensar
nuevamente en dar clases, como lo había hecho extensamente en Trieste.
Podría decirse que la némesis de Joyce fue su esposa, que nunca leyó sus libros, y que lo incitaba a que escribiera cosas que la gente pudiera leer, pero también representó una inaudita solidaridad, aun en la muerte, pues se negó a que a su cuerpo se le brindara ningún servicio religioso (“No podría hacerle eso a Jim”, dijo), de acuerdo a las convicciones más enraizadas del autor, que hasta al bautizo de los hijos llegó a oponerse.
Pero, insisto, lo importante
de Joyce es su obra, y esta la podríamos abordar empezando a leer su delicioso Los Dublineses, para enseguida acometer El retrato de un artista adolescente, y
hasta ahí, todo bien. Los problemas inician con Ulises, para el que yo podría
recomendar que se comenzara con James
Joyce’s Ulysses – A Study, de Stuart Gilbert, que frecuentó mucho al
celebérrimo autor, para después continuar con la Odisea, de Homero, únicamente para averiguar todo lo que de
simbólico tiene la obra de James con ese clásico, no fuera a ser que, como con
el artista Henri Matisse, cuando se le pidieron grabados que ilustraran Ulises,
entregara sólo dibujos relacionados con el poema épico de Homero, y cuando se
le preguntó la razón, arguyó que no había leído el libro de Joyce (“Je ne l’ai
pas lu.”). A continuación, sugeriría que se abordara la versión española de
Ulises, de José Salas Subirat, por ejemplo, para, finalmente, culminar la tarea
con la versión inglesa de la magna obra.
Ahora bien, si no quisiera
uno quedarse sólo ahí, que es hasta donde yo he llegado, podría intentar lo
imposible: la versión española de Finnegans
wake, de Marcelo Zabaloy, aparecida apenas en 2016, y quedar listo para el
doctorado con la versión inglesa de este libro. No en balde decía Joyce que uno
debiera dedicar toda su vida a la comprensión cabal de su obra o bien esperar a
que la humanidad la dilucidara durante los doscientos años transcurridos a
partir de su aparición. Muchos cercanos a James no estaban de acuerdo con él,
entre quienes se encontraba su propio hermano Stanislaus, pero incluso
renombrados colegas, contemporáneos suyos, afirmaban que su escritura
simplemente no tenía sentido.
1 comentario:
Muy interesante su artículo, y algunos datos que a veces pasan por alto, gracias por compartir.
Le comparto el siguiente post:
http://quasartechsciencie.blogspot.com/2017/06/jorge-l-borges-y-la-indagacion-de-la.html
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