El recuento que hace Regina Yamín de su hazaña de
correr el maratón de Boston en poquitito más de tres horas el pasado 15 de
abril y que le valió ser condecorada con la medalla del tercer lugar en su
categoría de mayores de 50 años de edad, me hizo recordar la mía propia en ese
mismo escenario.
Tuve oportunidad de participar en las primeras dos
versiones del maratón de la Ciudad de México, en 1983 y 1984. Pues bien, aunque
en el primero de éstos e inicial de mi trayectoria hice un papel decoroso con
un tiempo de 4 horas y un minuto, el segundo constituyó un verdadero desastre,
no sólo porque lo corrí prácticamente sin ninguna preparación previa, como
medianamente lo había hecho con el anterior, sino por la humillación de que fui
objeto por parte de una gacela que, según yo, constituiría el impulso que
necesitaba para cruzar la meta. Me explico.
Años antes había conocido por intermediación de un amigo a una bella corredora chilena, que resultó ser hermana de la famosa baladista Anamía, hermosa también aunque no tanto como aquélla. Para quienes vivieron la época, ya imaginarán el portento de mujer al que me refiero. No la vi más que unas pocas veces en el lago mayor de la segunda sección del bosque de Chapultepec, pues mi amigo, gay, la acaparaba como compañera ideal de trote.
No se necesita mucha imaginación para comprender lo que la aparición de semejante beldad representó para un irresponsable y exhausto “competidor” a mitad de un maratón al que sin mayor reflexión se había inscrito: la inspiración más que necesaria para cruzar orgullosamente acompañado la meta. Durante el trayecto, no cesaban las aclamaciones que el público "nos" dirigía: “vamos preciosa, tú puedes”, “qué buena estás, mamacita”, “por ti, me dejaría arrastrar al fin del mundo”, y cosas parecidas, que nosotros correspondíamos con amables sonrisas. Sin embargo, yo, que cuando la vi inicialmente sentí la misma ternura, no aguanté el paso, ella se desesperó y se despidió de mí gentilmente. Cuando la perdí de vista, completamente agotado, empecé a caminar y se puede decir que así crucé la meta un par de horas después. Mi tiempo: 4 horas con 45 minutos. Mi estado: deplorable, a punto del colapso. Mi orgullo: devastado. Le pedí a mi familia media hora para recuperarme, ahí tirado a media calle y temiendo, de verdad, sufrir un desvanecimiento.
Años antes había conocido por intermediación de un amigo a una bella corredora chilena, que resultó ser hermana de la famosa baladista Anamía, hermosa también aunque no tanto como aquélla. Para quienes vivieron la época, ya imaginarán el portento de mujer al que me refiero. No la vi más que unas pocas veces en el lago mayor de la segunda sección del bosque de Chapultepec, pues mi amigo, gay, la acaparaba como compañera ideal de trote.
No se necesita mucha imaginación para comprender lo que la aparición de semejante beldad representó para un irresponsable y exhausto “competidor” a mitad de un maratón al que sin mayor reflexión se había inscrito: la inspiración más que necesaria para cruzar orgullosamente acompañado la meta. Durante el trayecto, no cesaban las aclamaciones que el público "nos" dirigía: “vamos preciosa, tú puedes”, “qué buena estás, mamacita”, “por ti, me dejaría arrastrar al fin del mundo”, y cosas parecidas, que nosotros correspondíamos con amables sonrisas. Sin embargo, yo, que cuando la vi inicialmente sentí la misma ternura, no aguanté el paso, ella se desesperó y se despidió de mí gentilmente. Cuando la perdí de vista, completamente agotado, empecé a caminar y se puede decir que así crucé la meta un par de horas después. Mi tiempo: 4 horas con 45 minutos. Mi estado: deplorable, a punto del colapso. Mi orgullo: devastado. Le pedí a mi familia media hora para recuperarme, ahí tirado a media calle y temiendo, de verdad, sufrir un desvanecimiento.
Quedó tan herido mi orgullo que, después de correr el maratón de Nueva York de 1985 en un tiempo de 3 horas y 45 minutos, me preparé un poco más a conciencia y corrí Berlín en octubre de 1987 en un tiempo de 3 horas y 5 minutos, lo que automáticamente me calificaba para Boston en abril de 1988. Este maratón implicó un entrenamiento mucho más formal y una inquebrantable disciplina, que me llevó incluso a tener mi última sesión fuerte de preparación (25 km) en Buenos Aires, donde se celebraba la convención anual de IBM, compañía para la cual trabajaba. Corrí del hotel Sheraton al estadio del River y de regreso. Cuando salí, a las cinco de la madrugada, llegaban al hotel todos mis compañeros de trabajo de la farra de la noche anterior.
Regresé a la Ciudad de México, hice mi última sesión de repeticiones (un kilómetro a máxima velocidad alrededor de la pista del Centro Deportivo Olímpico Mexicano por 400 metros de trote, diez veces continuas, 14 kilómetros en total) bajo la escrupulosa mirada de mi entrenador, y volé a Boston. Mi objetivo: tres horas.
El lunes 18 de abril de 1988, Día del Patriota, en el kilómetro 30 marcaba yo un tiempo de dos horas exactas, aproximadamente cuatro minutos por kilómetro, y sin haber detenido mi marcha ni para tomar una sola gota de agua con el objeto de no perder el ritmo. Mi euforia era total, aunque en la parte final del trayecto, es sabido, uno se topa con la famosa “pared” y disminuye ligeramente su paso. Aun así, al final del recorrido el cronómetro oficial marcaba ¡2 horas, 53 minutos y 43 segundos! Ignoro cuántos kilos de peso habré perdido, sólo recuerdo que después de cruzar la meta bebí con avidez todos los líquidos que me fueron ofrecidos. Nunca en mi vida había experimentado un placer tal.
Es increíble lo que el amor... propio puede hacer por uno.
Después de Boston, no he vuelto a correr otro maratón, aunque he procurado mantenerme en forma corriendo alrededor de la presa de mi queridísimo Parque Metropolitano, a mi ya avanzada edad de casi 70 años.
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