jueves, 30 de mayo de 2019

Jaime el "hospitalario"

Durante el interregno que media entre mis dos matrimonios, a finales de la década de los 80 del siglo pasado, fui enviado tres meses por IBM de México a los Estados Unidos para participar en un proyecto técnico. La perspectiva de estar solo tanto tiempo lejos del terruño infunde siempre cierto temor. Afortunadamente coincidí en la misma ciudad con alguien al que, por brevedad, llamaremos Jaime. No era mi amigo ni lo frecuentaba, pero el trabajar para la misma compañía en nuestro país de origen y vernos por azares del destino en una ciudad extranjera, hizo que nos detuviéramos a platicar, al menos.

Jaime participaba en un programa de alta gerencia por rumbos de la ciudad norteamericana ajenos a los míos e iba a estar fuera durante un año, inicialmente solo, como yo. La vez que platicamos me invitó incluso a que lo visitara en su casa cuando lo deseara y me proporcionó su número telefónico.

Transcurrido un mes y debatiéndome yo todavía por acomodarme a mi vida en solitario, me decidí a llamar a Jaime, quien presto y solícito me dio su dirección para que lo visitara esa misma tarde, si así lo deseaba. La sola posibilidad de salir del marasmo me dio ánimos y me llenó de entusiasmo. Al salir de la oficina, me encaminé a una vinatería para comprar un tinto y no llegar con las manos vacías a casa de mi conocido. Una vez ahí, éste me condujo a su estancia, coloqué la botella sobre la mesilla central y me acomodé en el sillón que Jaime me indicó. Acto seguido, él se apoltronó en el asiento que ya desde endenantes ocupara y sobre el que había un periódico abierto, que previamente tomó entre sus manos, y se puso a leer tranquilamente.

Me apené un tanto por haber interrumpido su lectura y me imaginé que tan sólo estaba terminando la nota trunca que mi intempestiva llegada había provocado, pero qué va. Jaime pasó de página con parsimonia y continuó leyendo aún más apaciblemente que antes. Bueno, me dije, es quizá solamente una de esas notas que continúan en otra página del periódico, pero con el transcurrir de los minutos y el paginar de mi anfitrión por todas las secciones de su maldito diario, mi embarazo se incrementó casi al punto del alumbramiento y me decidí a poner un límite de tiempo, aunque ya para entonces llevábamos casi siete minutos de situación tan ridícula.


Me impuse la inalcanzable meta de diez, de los que ya habían transcurrido el setenta por ciento, pero me resultó imposible, pues únicamente un par de minutos más tarde, me puse de pie, le agradecí a Jaime su hospitalidad y le comuniqué que me tenía que marchar. Él no se movió de su asiento, me tendió la mano, yo me acerqué a darle la mía, y me dijo que cuantas veces quisiera, ya sabía yo que ahí era bienvenido.

Di media vuelta y me encaminé a la salida, pues ya conocía el camino, no sin antes inclinarme sobre la mesa donde antes había colocado mi botella de vino para tomarla entre mis manos y rescatar así, mínimamente, la dignidad. Abrí la puerta y la cerré tras de mí, no sin unos infinitos deseos de azotarla de manera tal que la casa toda se derrumbara y aplastara el nauseabundo sillón sobre el que Jaime, seguramente, continuaría leyendo.

Juro que es una de las situaciones más bizarras -si no es que la más- que me han ocurrido en la vida.

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