Jaime participaba en un programa de alta
gerencia por rumbos de la ciudad norteamericana ajenos a los míos e iba a estar
fuera durante un año, inicialmente solo, como yo. La vez que platicamos me
invitó incluso a que lo visitara en su casa cuando lo deseara y me proporcionó
su número telefónico.
Transcurrido un mes y debatiéndome yo
todavía por acomodarme a mi vida en solitario, me decidí a llamar a Jaime,
quien presto y solícito me dio su dirección para que lo visitara esa misma
tarde, si así lo deseaba. La sola posibilidad de salir del marasmo me dio
ánimos y me llenó de entusiasmo. Al salir de la oficina, me encaminé a una
vinatería para comprar un tinto y no llegar con las manos vacías a casa de mi
conocido. Una vez ahí, éste me condujo a su estancia, coloqué la botella sobre
la mesilla central y me acomodé en el sillón que Jaime me indicó. Acto seguido,
él se apoltronó en el asiento que ya desde endenantes ocupara y sobre el que
había un periódico abierto, que previamente tomó entre sus manos, y se puso a
leer tranquilamente.
Me apené un tanto por haber interrumpido
su lectura y me imaginé que tan sólo estaba terminando la nota trunca que mi
intempestiva llegada había provocado, pero qué va. Jaime pasó de página con
parsimonia y continuó leyendo aún más apaciblemente que antes. Bueno, me dije,
es quizá solamente una de esas notas que continúan en otra página del periódico,
pero con el transcurrir de los minutos y el paginar de mi anfitrión por todas
las secciones de su maldito diario, mi embarazo se incrementó casi al punto del
alumbramiento y me decidí a poner un límite de tiempo, aunque ya para entonces
llevábamos casi siete minutos de situación tan ridícula.
Me impuse la inalcanzable meta de diez,
de los que ya habían transcurrido el setenta por ciento, pero me resultó
imposible, pues únicamente un par de minutos más tarde, me puse de pie, le
agradecí a Jaime su hospitalidad y le comuniqué que me tenía que marchar. Él no
se movió de su asiento, me tendió la mano, yo me acerqué a darle la mía, y me dijo
que cuantas veces quisiera, ya sabía yo que ahí era bienvenido.
Di media vuelta y me encaminé a la
salida, pues ya conocía el camino, no sin antes inclinarme sobre la mesa donde
antes había colocado mi botella de vino para tomarla entre mis manos y rescatar
así, mínimamente, la dignidad. Abrí la puerta y la cerré tras de mí, no sin
unos infinitos deseos de azotarla de manera tal que la casa toda se derrumbara
y aplastara el nauseabundo sillón sobre el que Jaime, seguramente, continuaría
leyendo.
Juro que es una de las situaciones más
bizarras -si no es que la más- que me han ocurrido en la vida.
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