jueves, 29 de octubre de 2020

Me dio fiebre carbonosa

A algunos contemporáneos míos y con gustos similares que yo, les dio por celebrar su primer medio siglo de existencia corriendo ¡50 kilómetros!, y nos invitaban a quienes no habíamos alcanzado dicha meta a que nos les uniéramos, aunque sólo fuera un tramo de la ruta. Yo los acompañaba durante 10 o 20 de esos kilómetros, pues nunca he cubierto una distancia mayor a un maratón.

Sin embargo, me incliné también por lo simbólico y a partir de esos primeros diez lustros  de vida empecé por correr 50, pero no kilómetros, sino minutos, que iría incrementando con el paso del tiempo a razón de uno por año. Iba a ser muy difícil que el cronómetro marcara exactamente ese número de minutos; no obstante, oprimiría el botón de stop tan pronto apareciera el 50 en el reloj. Para mi sorpresa y regocijo, ese 22 de octubre de 1999, en el parque Naucalli de la zona conurbada de la Ciudad de México, el adminículo marcaba ¡50:00.50, cincuenta minutos, cero segundos y cincuenta centésimas! Quedé anonadado y lo interpreté como un buen augurio.

Y así seguí, hasta que se llegó el 22 de octubre de 2020, fecha de mi 71 aniversario, en el que me correspondía trotar ese mismo número de minutos. Para variar un poco la ruta a la que estoy acostumbrado en el Parque Metropolitano de la presa El Palote de mi querido León, Guanajuato, empecé a correr por la cortina de la presa, terreno un tanto pedregoso. Y hete aquí que cuando aún no cubría ni un par de kilómetros del trayecto, me trompiqué con algo y perdí el equilibrio, pero cuando quise meter las manos para no irme de bruces, tropecé de nuevo con alguna otra piedra, y con la inercia que llevaba y las manos lejos de mí, fui a barrer con la quijada cuanta tierra encontré bajo mi rostro. Me incorporé de inmediato para que nadie me viera, escupiendo profusamente sangre por la boca, pues los dos incisivos inferiores por poco perforan mi labio de lado a lado. Cualquiera que se hubiera percatado del incidente, de inmediato habría ocurrido a auxiliar a un pinche anciano en tal trance. Seguí trotando, como si nada, para alcanzar el objetivo trazado. Conforme avanzaba, muchos de los que corrían en sentido contrario al mío, me miraban con rostro extrañado. Yo sentía con la lengua los dientes de abajo fuera de su posición, pero aun así, continué. Una vez completados los 71 minutos, me encaminé, preocupado y presto, al coche en el estacionamiento del parque. Los malditos dientes seguían fuera de su lugar.

Cuando llegué a la casa -su casa, como dicen los pueblerinos-, la imagen que me devolvía el espejo era penosa (ver foto adjunta), más aún cuando observé los incisivos fuera de su posición, mismos que, con un movimiento firme del índice de mi mano derecha, volví a su posición original, lo cual me ahorró la ida al dentista. Ahora sólo espero a que vuelvan a fortalecerse como para estar en condiciones de morder una manzana nuevamente, cosa que no creo que ocurra durante las próximas varias semanas.

Por eso digo que me di fiero cabronazo, ¿o cómo era?

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