martes, 13 de octubre de 2020

Repugnante y canalla, lo que mejor lo describe

Hubiera querido comentar el libro que acababa de leer, La condición humana, de André Malraux, pero cayó en mis manos la novela autobiográfica de la escritora, editora y cineasta francesa Vanessa Springora, El consentimiento (Lumen, 2020) -que devoré de un tirón en dos sentadas-, sobre un depredador sexual, el también escritor galo Gabriel Matzneff.

Al principio, me chocaba un tanto que V. -como se llama a sí misma en el libro la autora-, una adolescente de apenas 14 años de edad, contra los 50 de G. –como nombra a su contraparte-, se dejara seducir epistolarmente por éste, conocido de la madre, que en un inicio manifiesta su oposición rotunda a tal relación, pero ante la evidencia de los hechos no le queda de otra más que ceder e incluso empezar a recibir y departir con la pareja en la propia casa materna, de la que el padre ya ha huido, en un típico caso de disfuncionalidad familiar.

Me chocaba también enterarme de la aquiescencia de la niña a que el hombre le hiciera todo cuanto a este se le ocurriera, desde la práctica de la felación hasta follarla por donde no debía, para evitarle así los dolores de la ruptura de su himen, pasando por el horror que al pedófilo le provocaban las ronchas que a la joven le salían en razón de una alergia cutánea. No obstante, ella se enamoró sinceramente del ya para entonces famoso escritor, a pesar de sus sospechadas infidelidades y de las felonías asentadas en sus obras, como la de pagar a un miserable niño filipino de once años de edad para que se dejara fornicar, entre muchas otras.

Me chocaba, en fin, estar leyendo a una respetable dama de 48 años de edad hoy en día, felizmente casada y con un hijo, y enterarme de cuestiones estrictamente del ámbito personal e íntimo y en las que ella había participado de manera tan activa y aparentemente sin rubor alguno. Estaba, pues, revictimizando a la víctima.

Porque qué responsabilidad podría tener, en todo caso, una criatura de 14 años de edad frente a un buitre cincuentón que no tardó en mostrarle el cobre más auténtico del que su alma estaba hecha. Llegó el día en que el patán se inventó un viaje fuera de la ciudad, dejándole a V. tanto las llaves de su estudio como las de la habitación del hotel donde solían vivir, pero hete aquí que Vanessa lo sorprendió al otro lado de una calle que no acostumbraban visitar, de espaldas y muy cogido de la mano de otra colegiala igual que ella.

V. entró en shock y emprendió la huida sin que el otro se hubiera percatado y anduvo vagando por los barrios de París hasta que se decidió a ir a la casa de un filósofo amigo de Gabriel, ¡Emil Cioran!, a refugiarse y a plantearle sus inquietudes, si la ocasión se presentaba. Y esta se presentó. Cioran le dijo a su “protegida” algo así como que el arte estaba por encima de cualquier otra consideración, que G. era un gran escritor y que así sería reconocido en el futuro, “o tal vez nunca lo sea, ¿verdad?, pero tienes que volver con él”. A todo lo anterior, la esposa de Cioran, que fue quien le abrió la puerta a V., asentía con condescendencia moviendo la cabeza afirmativamente.

Todo lo anterior le abrió los ojos a Vanessa, fue enterándose poco a poco de cómo el despreciable literato se jactaba de todas sus bajezas en sus libros y en sus diarios íntimos, dentro de los cuales, por supuesto, ella ocupaba un lugar preponderante, aunque no único.

El tipo hasta se dio maña para abrir un sitio web por interpósita persona en el sudeste asiático y en el que aparecían fotos de Vanessa a sus 14 años de edad. Los abogados le recomendaron a V. que no perdiera grandes cantidades de dinero y tiempo intentando algo contra G., pues el anonimato, las leyes laxas de aquellos lares y la carencia de copias de las fotos que Matzneff había publicado en su sitio web, hacían de ello una guerra imposible de ganar.

No en balde exclama Vanessa que sólo los literatos y los curas la libran con éxito en estos menesteres. La foto que incluyo con este trabajo es de Matzneff con otra de sus víctimas (Francesca Gee) en los Jardines de Luxemburgo, París, en 1973 -cuando V. tenía sólo un año de edad y G. 37-, y quien también lo denunció públicamente.

No obstante, Matzneff encara a la justicia francesa a pesar de su avanzada edad (84 años), como si fuera un vil criminal de guerra nazi. ¡Qué bueno! 

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