martes, 20 de octubre de 2020

Un siglo

 A mi padre, a trece años de su muerte y cien de su nacimiento.

Mi padre, Nicolás Gutiérrez Gil (Nick para los gringos), ese personaje de quien tanto he hablado en mis escritos, cumplió trece años de fallecido el 20 de octubre, y el 26 del próximo mes de noviembre se cumple un siglo de su nacimiento. Como he dicho hasta la saciedad, trabajó por más de cinco lustros en el turismo, conduciendo él personalmente su propio auto y trasladando a los turistas a todo lo largo y ancho del territorio nacional. A pesar de ello, casi nunca tuvo un percance serio más que en dos ocasiones. Una vez, regresando ya de madrugada a la casa, después de dejar al pasaje en su hotel tras un largo viaje de vuelta del interior de la república, un borracho lo embistió en Melchor Ocampo y Parque Vía, en plena Ciudad de México. El impacto hizo que su cabeza rebotara contra el espejo retrovisor, lo que le provocó una impresionante herida en la sien derecha y un colgajo de piel que mi padre se hubiera arrancado si un camillero no llega y se lo impide con una orden terminante, indicándole que el trozo de carne le sería re injertado y que de ello no quedaría más que una inocua cicatriz.

Y la otra, al cruzársele una no tan inocua vaca en la carretera sobre una superficie gravosa que provocó que su auto volcara al momento de frenar, con todo y acompañantes. Todos vivieron para contarlo, pero don Nicolás fue el más afectado, con varias costillas rotas y algunas semanas de convalecencia en cama ya en casa. Todavía recuerdo cómo le removían las gruesas cintas adhesivas con que le envolvían el tórax y la sangre que le brotaba durante procedimiento tan salvaje.

Sin embargo, lo que más recordaba don Nico en este mismo tenor fue cuando regresaba de un viaje por un territorio de altas cumbres con un matrimonio maduro de americanos en la parte posterior del carro. Se habían detenido a comer en el camino para no hacer el trayecto tan cansado. La decisión resultó contraproducente, y mi padre sabía que corría ese riesgo.

Regresaron al coche y reanudaron la marcha, pero en el camino, mi padre fue sintiendo el efecto que precisamente había querido evitar. Los ojos se le cerraban de sueño y hubiera querido detenerse no a mascar un chicle ni a tomar un café, sino a tenderse cuan largo era sobre el pavimento y quedarse profundamente dormido. No obstante, continuó adelante, hasta que un grito desaforado de la dama que transportaba le rompió los tímpanos, despertándolo:

- Watch out, Nick!!! What are you doing?! –cuando mi progenitor se encaminaba al desfiladero.

Mi padre dio un volantazo lo más suave que pudo hacia su izquierda, totalmente espabilado, pero, más que nada, absolutamente avergonzado. Cómo justificar ante los gringos su total incompetencia e irresponsabilidad al haberlos expuesto así a una muerte segura. Con la cara quemándosele de la pena, se atrevió a mirar por el espejo retrovisor para intentar una excusa imposible, pero ¡los gringos iban completamente dormidos! Mi padre no daba crédito, tuvo que voltear para cerciorarse de que el espejo no lo estaba engañando ni le había devuelto una imagen parcial, pero no, ambos estaban sumidos en un sueño profundo. ¡Pero si fueron los gritos de la mujer lo que yo escuché, no me los imaginé!, se repetía sin salir de su azoro.

Todas las anécdotas que relato sobre él las platicaba mi padre en tiempo real, es decir, recién le habían acontecido, pero sobre todo, a partir de que estuvo postrado en el lecho que sería el de su muerte, cuadripléjico, nueve años antes de que ésta llegara. Y lo hacía una y otra vez, como todo buen anciano que se precie de serlo, y yo no me cansaba de escucharlo, como si fueran primicias las que me estuviera revelando.

Vaya esto como justo homenaje a tu memoria, amantísimo Padre, que acompaño de la foto donde apareces, tras bambalinas, de lentes, justo antes de hacerla de intérprete entre los presidentes de México y Estados Unidos, Gustavo Díaz Ordaz y Lyndon B. Johnson, en Los Pinos, en 1968. ¡Una más de tus hazañas!

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