martes, 25 de diciembre de 2018

Año Nuevo en París

En el invierno de 1986 mi hoy ex esposa -aquella con la que ni procreé ni congenié- y yo decidimos pasar el Año Nuevo en París. De nada sirvió, pues a finales de ese mismo año nos divorciamos, por lo que bauticé aquel viaje como el de nuestra luna de hiel. No obstante, dicho viaje lo planeamos, precisamente, para tratar de enderezar entuertos y durante él hacer nuestro mejor esfuerzo por arreglar las cosas y pasarla bien.

Así, la fría mañana del primer día de enero de ese año caminábamos despreocupadamente por las Tullerías. Desconfiado como siempre he sido, había dejado en la caja de seguridad del hotel cuanto de valor llevábamos en el viaje. Para contrarrestar el viento helado que partía el alma me puse una gruesa chamarra para el efecto en la que sólo guardé, en la bolsa interna del lado del corazón, una cartera con los pasaportes para nuestra identificación en caso de que fuera necesario utilizarlos, y en el bolsillo del pantalón del lado derecho unos cuantos francos, muy pocos, para lo estrictamente indispensable.

De improviso, se nos adelantaron dos muchachitos humildes y se nos plantaron enfrente, una niñita de no más de ocho años de edad y el que parecía ser su hermanito menor, de escasos seis. La damita, bastante despierta para su tamaño y envuelta en sus harapos, no dejaba de musitar su francés, y apuntando con su diestra manecilla y los dedos juntos en punta hacia su boca en movimientos rítmicos, no cesaba de solicitarnos unas monedas para que ella y su pequeñuelo, trataba de decirnos, tuvieran algo que llevarse al estómago. De inmediato pensé en Cosette, la entrañable muchachita de Los Miserables, de Víctor Hugo.



Acostumbrados como estábamos en México a lidiar con pedigüeños, traté de esquivarlos, pero la jovencita me jaloneaba de la chamarra e insistía en sus peticiones. Divertido, volteaba a ver a mi esposa y únicamente acertaba a decirle: “Estos chavos, ¿verdad?, qué ladillas”, sin dejar de reírme. Finalmente, logramos zafarnos y acelerar el paso. Una vez que hubimos puesto cierta distancia de por medio, inalcanzable para los mocosos, nos sentimos aliviados y a salvo. Recuperamos nuestro paso y seguimos caminando normalmente como hasta antes de toparnos con Cosette y el pequeño. Nos habíamos librado de ellos. Eso creímos ingenuamente.

Un par de minutos más tarde, cuando mucho, ahí estaban delante de nosotros las dos cositas de nuevo, solicitando dinero, pero esta ocasión la niña casi restregaba en mi cara una cartera y extraía de ella unos pasaportes con sendas fotografías de personas asombrosamente parecidas a nosotros. Mi inteligencia había sido severamente lastimada, aunque al cielo agradecía no haber metido ni un solo billete en la mentada cartera, pues de otra forma jamás hubiésemos vuelto a ver nuestros pasaportes.

Volví a sonreír, pero esta vez como imbécil e impresionado por la terrible audacia de los críos, que a tan tierna edad eran ya capaces de infligir golpe tan profesional. Llevé automáticamente la mano a mi bolsillo y extraje de él todas los francos que ahí portaba y se los entregué a Cosette por la invaluable lección recibida y por el grandioso servicio prestado, exigiéndole la inmediata restitución de mis pertenencias.

Después de devolvérmelas, Cosette y el pequeño salieron disparados en busca de algo que echarse a la panza. Mi futura ex esposa y yo nos vimos en la necesidad de regresar al hotel, humillados y con la cola entre las patas, en busca de más francos para seguir disfrutando nuestra inolvidable luna de hiel y el inicio de un nuevo año, 1986, el de la consumación de nuestra independencia.

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