Juro que desde antes de que le pasara lo
que le pasó quería yo escribir este panegírico de mi esposa Elena, a la que
conocí hace casi treinta años en la Ciudad de México. Vivía el tercer año del
divorcio de mi primera esposa, con la cual no procreé ni muchísimo menos
congenié, pero en ese entonces estaba ya harto de vivir todo lo que no en mis
años de soltería y además tenía la oferta de IBM de México para irme a trabajar
dos años a Estados Unidos, específicamente a Raleigh, Carolina del Norte, donde
se concentraba gran parte del negocio en telecomunicaciones de la compañía.
La misión, si yo decidía aceptarla, era
a partir de un año después: enero de 1990. Por supuesto, acepté. Transcurría, así,
enero de 1989. Para entonces estaba ya aterrorizado ante la sola perspectiva de
embarcarme solo en tan peligrosa aventura, de tal forma que cuando uno de
nuestros clientes me presentó con una de sus colegas, Elena, y fuimos otro día
un grupo de cuatro, ellos incluidos y una amiga de ambos, a cenar en un
restaurante argentino de Polanco, lo primero que le pregunté a ella fue que si
no quería acompañarme en dicha empresa. Obviamente, pensó que estaba yo loco.
Pero como seguimos saliendo ya solos, vio que la cosa iba en serio.
Para no correr el cuento largo, invité a
Elena y a sus padres a mediados de ese año a cenar al Restaurante del Lago de
Chapultepec, con un anillo de compromiso en la bolsa de mi saco, que había
adquirido en días anteriores en Raleigh, precisamente, y le ofrecí matrimonio,
el cual se consumó el viernes 22 de septiembre de 1989, cumpleaños 67 de mi
progenitora y a escasos ocho meses de haber conocido a la dulce Elena, que
había conquistado a toda mi familia por su bonhomía sin par y por sus
embelesadores ojos.
Y en verdad mi aventura Raleigh-ita
hubiera resultado un auténtico desastre de no ser por Elena, a sus apenas 24
años, pero con una fuerza de carácter que ya quisieran muchas grandes
personalidades, pues, para no variar, caí yo en una profunda melancolía, a
grado tal que una noche le pregunté: “Elena, ¿qué estamos haciendo aquí?”, a la
cual ella reaccionó con un llanto de impotencia, que yo interpreté como:
“Imbécil, fuiste tú quien me trajo aquí ofreciéndome las perlas de la virgen y
a la que dejas sola todo el día mientras te refocilas en el trabajo, y yo trato
de alegrarte la vida diariamente a la hora del almuerzo yéndonos de picnic con
la comida que con todo cariño te preparo durante la mañana, revoloteando en el
parque a tu alrededor como una abeja para sacarte del marasmo, y nada, nomás no
reaccionas. En mi lugar, tú te morías, estoy segura. ¡Reacciona por favor,
amorcito!”. Perdón, lo de amorcito es cosa de ella, hasta la fecha.
Y realmente fue Elena la que consiguió
que triunfáramos en tal aventura, pues me imbuyó de una fortaleza que hasta yo
desconocía, al extremo de ser declarado al final de nuestra estancia el miembro
más destacado del Centro Internacional de Soporte Técnico en Raleigh
(ITSC-Raleigh, por sus siglas en inglés), entre asignados de todo el orbe, y ya
con Carolina, nuestra hija, que había hecho su debut en este mundo apenas seis
meses antes.
La estancia incluyó viajes agotadores
alrededor del mundo para dar a conocer a colegas de IBM de otras latitudes las
bondades de los productos que se estaban desarrollando en nuestros
laboratorios, así como la elaboración de manuales, auténticos libros, donde se
describían dichas bondades, y el soporte técnico día con día a ingenieros de
sistemas de todo el globo. ¡Años maravillosos!
Pero, ¿qué le ocurrió a Elena? Pues
nada, que el viernes pasado, 7 de diciembre, se despertó a las 6:50 de la
mañana con un agudísimo dolor en el vientre. Asustadísimo, la acompañé al baño
para que volviera el estómago, pero sin que arrojara nada. Los hijos se
despertaron también alarmadísimos y les dije que me la llevaba de inmediato al
hospital. Para nuestra desgracia, el más cercano a la casa es el Ángeles Inn
(Inncosteable), pero como la pobre iba realmente en el alarido y el deducible
de nuestro seguro de gastos médicos mayores es de un “módico” monto de 158 mil
pesos, no lo pensé más y nos enfilamos ahí. De cualquier forma, esos varios
miles de pesos los iba a tener que pagar ahí, en Médica Campestre, en el Aranda
de la Parra o en Houston, si decidiera hacer el viaje. Y aunque, por necesidad,
nos hemos vuelto fanáticos del IMSS, sinceramente creo que esta opción hubiera
tenido funestas consecuencias.
Llegamos al Ángeles alrededor de las
7:30 de esa mañana y, como en todo resort que se precie, la trataron a cuerpo
de reina y le sacaron radiografías, le hicieron una resonancia y determinaron
que, además de una infección en los riñones, pudiera quizá tratarse de una
simple gastritis, pero que habría que esperar al urólogo de guardia para que
emitiera un diagnóstico más acertado. Como el urólogo de “guardia” no aparecía,
fue ahí donde la tensión me hizo perder un tanto los estribos y le reclamé a la
doctora que nos atendía: “¡En el Ángeles, con las tarifas que cargan, y no
aparece el urólogo de guardia!”.
Ya para entonces habían desilusionado a
mi mujer, pues la resonancia reveló que la simple gastritis se transformó en
una piedra en la uretra que había interesado y perforado el riñón y la orina
comenzaba a contaminar órganos internos. Yo nada más veía correr el taxímetro:
mil 500 pesos la hora por el apartado en el que tenían a Elena con una cortina
de por medio, y ahora esto. “Oiga, doctora, tal vez nosotros no estemos en
posibilidades de cubrir una cirugía en este hospital”, a lo que la interfecta
respondió: “Plantéeselo, por favor, al médico cuando venga a revisarla”.
Cuando finalmente el médico se presentó,
dijo que había que operar de urgencia, que la paciente no soportaría ya ningún
movimiento. Que se practicaría una laparoscopía y que esta sería ambulatoria,
que Elena estaría en su casa pasadas las diez de la noche. Acto seguido, el
doctor procedió a hacernos las cuentas del Gran Capitán: si dejábamos todo en
sus manos, sin que el hospital se involucrara con sus propias tarifas, sino él
encargándose de pagarle al nosocomio, todo el procedimiento nos saldría en
aproximadamente 70 mil pesos o un “poquito” más.
Al final, la operación fue exitosa,
Elena se encuentra felizmente en casa recuperándose y nosotros somos 72 mil
pesos más pobres, digo, perdón, 76 mil, porque el proceso de retirarle el
catéter que aún tiene en su cuerpo nos saldrá en 4 mil pesos adicionales dentro
de tres semanas.
Pero el más feliz de todos soy yo, pues
lo que pintaba color de hormiga ese viernes en la madrugada se tornó color de
rosa y yo puedo seguir confiando en la fortaleza de Elena para seguir
rescatándome de los pozos en que caigo una, otra, y otra vez. Como desde hace
casi 30 años lo ha hecho.
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