martes, 11 de diciembre de 2018

Elena

Juro que desde antes de que le pasara lo que le pasó quería yo escribir este panegírico de mi esposa Elena, a la que conocí hace casi treinta años en la Ciudad de México. Vivía el tercer año del divorcio de mi primera esposa, con la cual no procreé ni muchísimo menos congenié, pero en ese entonces estaba ya harto de vivir todo lo que no en mis años de soltería y además tenía la oferta de IBM de México para irme a trabajar dos años a Estados Unidos, específicamente a Raleigh, Carolina del Norte, donde se concentraba gran parte del negocio en telecomunicaciones de la compañía.

La misión, si yo decidía aceptarla, era a partir de un año después: enero de 1990. Por supuesto, acepté. Transcurría, así, enero de 1989. Para entonces estaba ya aterrorizado ante la sola perspectiva de embarcarme solo en tan peligrosa aventura, de tal forma que cuando uno de nuestros clientes me presentó con una de sus colegas, Elena, y fuimos otro día un grupo de cuatro, ellos incluidos y una amiga de ambos, a cenar en un restaurante argentino de Polanco, lo primero que le pregunté a ella fue que si no quería acompañarme en dicha empresa. Obviamente, pensó que estaba yo loco. Pero como seguimos saliendo ya solos, vio que la cosa iba en serio.

Para no correr el cuento largo, invité a Elena y a sus padres a mediados de ese año a cenar al Restaurante del Lago de Chapultepec, con un anillo de compromiso en la bolsa de mi saco, que había adquirido en días anteriores en Raleigh, precisamente, y le ofrecí matrimonio, el cual se consumó el viernes 22 de septiembre de 1989, cumpleaños 67 de mi progenitora y a escasos ocho meses de haber conocido a la dulce Elena, que había conquistado a toda mi familia por su bonhomía sin par y por sus embelesadores ojos.

Y en verdad mi aventura Raleigh-ita hubiera resultado un auténtico desastre de no ser por Elena, a sus apenas 24 años, pero con una fuerza de carácter que ya quisieran muchas grandes personalidades, pues, para no variar, caí yo en una profunda melancolía, a grado tal que una noche le pregunté: “Elena, ¿qué estamos haciendo aquí?”, a la cual ella reaccionó con un llanto de impotencia, que yo interpreté como: “Imbécil, fuiste tú quien me trajo aquí ofreciéndome las perlas de la virgen y a la que dejas sola todo el día mientras te refocilas en el trabajo, y yo trato de alegrarte la vida diariamente a la hora del almuerzo yéndonos de picnic con la comida que con todo cariño te preparo durante la mañana, revoloteando en el parque a tu alrededor como una abeja para sacarte del marasmo, y nada, nomás no reaccionas. En mi lugar, tú te morías, estoy segura. ¡Reacciona por favor, amorcito!”. Perdón, lo de amorcito es cosa de ella, hasta la fecha.

Y realmente fue Elena la que consiguió que triunfáramos en tal aventura, pues me imbuyó de una fortaleza que hasta yo desconocía, al extremo de ser declarado al final de nuestra estancia el miembro más destacado del Centro Internacional de Soporte Técnico en Raleigh (ITSC-Raleigh, por sus siglas en inglés), entre asignados de todo el orbe, y ya con Carolina, nuestra hija, que había hecho su debut en este mundo apenas seis meses antes.

La estancia incluyó viajes agotadores alrededor del mundo para dar a conocer a colegas de IBM de otras latitudes las bondades de los productos que se estaban desarrollando en nuestros laboratorios, así como la elaboración de manuales, auténticos libros, donde se describían dichas bondades, y el soporte técnico día con día a ingenieros de sistemas de todo el globo. ¡Años maravillosos!

Pero, ¿qué le ocurrió a Elena? Pues nada, que el viernes pasado, 7 de diciembre, se despertó a las 6:50 de la mañana con un agudísimo dolor en el vientre. Asustadísimo, la acompañé al baño para que volviera el estómago, pero sin que arrojara nada. Los hijos se despertaron también alarmadísimos y les dije que me la llevaba de inmediato al hospital. Para nuestra desgracia, el más cercano a la casa es el Ángeles Inn (Inncosteable), pero como la pobre iba realmente en el alarido y el deducible de nuestro seguro de gastos médicos mayores es de un “módico” monto de 158 mil pesos, no lo pensé más y nos enfilamos ahí. De cualquier forma, esos varios miles de pesos los iba a tener que pagar ahí, en Médica Campestre, en el Aranda de la Parra o en Houston, si decidiera hacer el viaje. Y aunque, por necesidad, nos hemos vuelto fanáticos del IMSS, sinceramente creo que esta opción hubiera tenido funestas consecuencias.

Llegamos al Ángeles alrededor de las 7:30 de esa mañana y, como en todo resort que se precie, la trataron a cuerpo de reina y le sacaron radiografías, le hicieron una resonancia y determinaron que, además de una infección en los riñones, pudiera quizá tratarse de una simple gastritis, pero que habría que esperar al urólogo de guardia para que emitiera un diagnóstico más acertado. Como el urólogo de “guardia” no aparecía, fue ahí donde la tensión me hizo perder un tanto los estribos y le reclamé a la doctora que nos atendía: “¡En el Ángeles, con las tarifas que cargan, y no aparece el urólogo de guardia!”.

Ya para entonces habían desilusionado a mi mujer, pues la resonancia reveló que la simple gastritis se transformó en una piedra en la uretra que había interesado y perforado el riñón y la orina comenzaba a contaminar órganos internos. Yo nada más veía correr el taxímetro: mil 500 pesos la hora por el apartado en el que tenían a Elena con una cortina de por medio, y ahora esto. “Oiga, doctora, tal vez nosotros no estemos en posibilidades de cubrir una cirugía en este hospital”, a lo que la interfecta respondió: “Plantéeselo, por favor, al médico cuando venga a revisarla”.

Cuando finalmente el médico se presentó, dijo que había que operar de urgencia, que la paciente no soportaría ya ningún movimiento. Que se practicaría una laparoscopía y que esta sería ambulatoria, que Elena estaría en su casa pasadas las diez de la noche. Acto seguido, el doctor procedió a hacernos las cuentas del Gran Capitán: si dejábamos todo en sus manos, sin que el hospital se involucrara con sus propias tarifas, sino él encargándose de pagarle al nosocomio, todo el procedimiento nos saldría en aproximadamente 70 mil pesos o un “poquito” más.

Al final, la operación fue exitosa, Elena se encuentra felizmente en casa recuperándose y nosotros somos 72 mil pesos más pobres, digo, perdón, 76 mil, porque el proceso de retirarle el catéter que aún tiene en su cuerpo nos saldrá en 4 mil pesos adicionales dentro de tres semanas.

Pero el más feliz de todos soy yo, pues lo que pintaba color de hormiga ese viernes en la madrugada se tornó color de rosa y yo puedo seguir confiando en la fortaleza de Elena para seguir rescatándome de los pozos en que caigo una, otra, y otra vez. Como desde hace casi 30 años lo ha hecho.

¡Gracias, mi Estimada!

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