viernes, 21 de septiembre de 2018

Estoy borracho...

... y escribo este artículo en la víspera de mi aniversario de bodas 29 con la dulce Elena. Comíamos, ella y yo solos en la casa, y le comentaba que poco antes me había sentado frente a la computadora para escribir algo, pero no tenía idea ni qué, aunque después de una botella de merlot (entre los dos, por supuesto), las ideas se aclaran, y lo que antes era apenas un atisbo sobre la futilidad de la existencia, se vuelve, así, un argumento sólido e incontrovertible.

Y es que, en efecto, pienso que el solo bochorno de la muerte nos debería llevar a pensar en la futilidad de la vida. Digo esto en base a la tragedia reciente que acaba de sufrir mi esposa con la pérdida dramática de su mejor amiga, o la experimentada por mí mismo en la persona de mi padre y su agonía de casi nueve años, cuadrapléjico y en cama, pero, sobre todo, por el magistral relato que hace Philip Roth de los últimos tiempos en la vida de su padre, aquejado de un tumor “benigno” en el cerebro, que de cualquier manera crecía e iba afectando su calidad de vida. Todo esto nos lo relata el laureado escritor norteamericano en su conmovedor libro Patrimonio / Una historia verdadera.

Ahí nos describe Roth cómo se tuvo que prodigar para hacer menos miserables los últimos años en la vida de su padre, una vez que le hubieron detectado el tumor. El señor, un exitoso agente de seguros que llega a ser responsable de toda una región en la compañía para la que trabajaba, es consciente de su mal y, ya viudo, trata de sobrellevarla conociendo incluso a otras damas, principalmente una, de la que se podría decir que se hace pareja.

Philip sufre, tanto o más que su padre, por todas las peripecias que les toca vivir juntos como consecuencia del mal que aqueja a éste. Me impresionó, más que nada, el pasaje en el que su padre, ya medio inválido y constipado de toda la vida, no alcanza a llegar al baño y desperdiga toda su porquería por donde va pasando hasta salpicar incluso los cepillos de dientes. Y ahí tienen al bueno de su hijo haciendo tras de él la limpieza de todo, incluidas las uniones de los mosaicos en el piso con los cepillos así inutilizados, aunque confiesa que ésta en particular resulta ser una misión casi imposible.

En fin, para no correr el cuento largo y después de que acordaran que el señor no se sometería a ninguna intervención invasiva para extirpar el tumor, se llega al momento de determinar qué hacer cuando el padre no pueda decidir ya por sí mismo el curso de lo que resta de su vida. Alguien le recomienda a Philip la alternativa legal de la voluntad anticipada en la que tanto él como su hermano mayor pudieran tomar la decisión sobre la acción a seguir en un momento dado, pero Roth no se atreve a planteársela a su padre, hasta que, armado de valor, se para frente a él y se lo propone. La sorpresa de aquél fue grande cuando éste, como buen agente de seguros y muy quitado de la pena, le respondió: “Claro, ¿dónde firmo?”.

Por ese entonces, a Philip le viene un padecimiento cardiaco después de una sesión de natación y requiere de un cuádruple bypass de emergencia. Su padre, ya en total postración no es informado, pero cuando del New York Times llaman al hospital para saber del estado de salud del famoso escritor, Roth se da cuenta del peligro de que el señor, fanático de ese diario, se entere indirectamente del mal de su hijo que, por otro lado, se siente feliz, “como la madre que alimenta a su bebé recién nacido”, dice, después de que sus arterias han sido liberadas y su corazón puede absorber libremente toda la sangre que necesita para su cabal funcionamiento. Como el recién nacido que mama, pues.

Entonces procede a informárselo personalmente a su padre, quien llora desconsoladamente al percatarse que ya no es de ninguna utilidad para sus hijos (suena más enternecedor en inglés: children).

Y así se llega al dramático desenlace de la historia. El señor Roth, con problemas respiratorios serios a causa de su mal, a punto de empezar a ser alimentado mediante una sonda directamente conectada a su estómago y quizá no siendo ya consciente del todo, requiere que su hijo menor y muy querido, por ausencia del mayor, tome la decisión que más convenga de acuerdo a lo estipulado en su voluntad anticipada. Así, Philip Roth se acerca a su padre y, lloroso, lo abraza y le musita cariñosamente al oído: “Papá, te voy a tener que dejar ir”.

Que conste, cuando hube terminado este artículo, ya estaba yo sobrio al diez por ciento y, después de releerlo, me pareció digno como para que otros lo lean, aunque mañana, mero día de nuestro aniversario de bodas, tendrá que correr la segunda botella de merlot, desde luego, pero esta vez en el restaurante al que he de llevar a mi esposa para la celebración plena de nuestro aniversario. A ver si así surge alguna otra idea.

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