Lo que empezó con una pequeña lista de corresponsales a los que enviaba mis artículos a partir de noviembre de 2007, ¡hace diecisiete años y medio!, está compuesta hoy en día por 157 correos que ven “engalanada” su bandeja de spam con mi basura. Y, sí, éste es ni más ni menos que el escrito número 500 que les envío desde entonces. Ignoro cuántos de esos 157 potenciales lectores vivirán aún, pero incluso en el más allá sigo atosigándolos con mis impertinencias una vez cada quince días, en promedio.
Habrá quien diga, no sin razón, que es muy poco para tan largo tiempo, pero cómo me cuesta trabajo imaginar las de Caín que han de pasar quienes escriben diariamente, cinco días a la semana, y que en un solo año acumulan la friolera de más de 250 sesudos análisis, la mitad de los que yo llevo en diecisiete. Y más trabajo me cuesta a mí escribir únicamente uno, como el que ahora pergeño, pues en ocasiones me toma varias horas de febril actividad “intelectual” completarlo.
Si a lo anterior agregamos que jamás he cobrado un centavo por ellos, se me tratará con mayor indulgencia.
Porque además, la verdadera paga viene con la satisfacción de escribir, que lo deja a uno orgásmicamente satisfecho. De veras, inténtenlo, y olvídense de “manuela”, o de la viejita aquella que, temblorosa de pies a cabeza, llega a un sex shop preguntando por un vibrador, y el empleado que la recibe, todo nervioso, la invita a que se retire, que ese sitio no es para ella, pero la ancianita insiste: sólo dígame si tiene vibradores. Señora, por favor, le responde su interlocutor en el paroxismo de la desesperación, ¿para qué habría de querer usted un vibrador? “¡No!, si no quiero uno -le responde candorosamente la viejecita y sin dejar de temblar rítmicamente-, sólo quiero saber cómo se le apaga”.
Así que ya saben: olvídense de “manuelas” y vibradores y a escribir frenéticamente, sin llegar al onanismo de quienes lo hacen diariamente, pues no les fuera a pasar lo que al famoso y legendario Tiberius, que en el circo romano tenía que dar cuenta de un centenar de hermosas damiselas en fila: no tiene ningún problema con las cincuenta primeras, a las cuales despacha con facilidad, ante la gritería de la gente que, entusiasta, corea su nombre: ¡Ti-be-rius!... ¡Ti-be-rius!... Cuando llega a la 80, empieza a dar ligeros síntomas de agotamiento, y el público: ¡Ti-be-rius!… ¡Ti-be-rius!..., pero la 98 lo encuentra definitivamente exhausto, bajo el alarido de la multitud: ¡Ti-be-rius!... ¡Ti-be-rius!..., de tal forma que da cuenta de la 99 ya nada más por puro orgullo y, desfallecido, cae inmediatamente después, ante los aullidos del respetable: ¡Pu-to!... ¡Pu-to!...
Yo, por ejemplo, ahorita me siento felizmente realizado y satisfecho, ¡aunque “apenas” lleve 500 en más de una década!
¡Pero felicítenme, pues!
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