viernes, 30 de agosto de 2024

Algo más

Concluyo mis comentarios sobre el libro El emperador de todos los males / Una biografía del cáncer, de Siddhartha Mukherjee. El autor es un acérrimo crítico del tabaco y su preeminencia en el cáncer de pulmón, y así lo muestra a lo largo de varios capítulos de su ensayo. Pone de manifiesto la complicidad entre el Congreso de Estados Unidos y las grandes compañías tabacaleras para eliminar trabas a sus campañas publicitarias y desdeñar otras que ponen de manifiesto los riegos de fumar, necesitados como están los diputados del patrocinio de los empresarios del tabaco para promocionar sus campañas políticas y eternizarse en sus asientos legislativos. No en balde afirma sarcásticamente que el mejor filtro que las tabacaleras han encontrado para sus productos es el del Congreso.

Se sorprende Siddhartha de que la agencia norteamericana para regular alimentos y medicinas (FDA, por sus siglas en inglés) sea exageradamente estricta para regular alimentos que pudieran ser cancerígenos y se muestre permisiva en extremo con un producto probadamente dañino y que se consigue fácilmente en cualquier tienda de la esquina.

Mukherjee no se muestra tan prolijo con el cáncer de próstata, al cual apenas dedica cinco páginas de su obra de 681. Quizá se deba a que muchos ancianos mueren con cáncer de próstata, pero no de cáncer de próstata, aunque señala que este podría derivar en una dolencia verdaderamente grave. Sobre esto ya comenté con amplitud en mi anterior escrito.

El libro es muy generoso en la descripción de métodos curativos y preventivos del cáncer. Los primeros pueden llegar a ser “salvajemente” crueles, como las cirugías radicales y el uso de la quimioterapia, de efectos secundarios tan devastadores, no así los preventivos, como el Papanicolaou y la mastografía, que pueden llegar a evitar esas salvajadas.

El libro abunda sobre la tremenda lucha que la humanidad ha emprendido contra el cáncer a lo largo de los siglos, y sobre aspectos técnicos, un tanto abstrusos, de los diferentes métodos que han ido surgiendo para tratar el mal, como el trasplante de médula ósea, la propia (autógena) o la de alguien más (alógena). No obstante su complejidad, dichos tecnicismos resultan muy enriquecedores.

Pero ¿no será que estamos perdiendo la lucha contra el cáncer? No únicamente por los aterradores casos descritos en el documento, aunque también los hay de éxito y de remisiones de la enfermedad, sino por lo que el autor dice en uno de sus párrafos más sombríos: “A decir verdad y visto que en algunos países la proporción de afectados por el cáncer pasa inexorablemente de uno de cada cuatro habitantes a uno de cada tres, y a uno de cada dos, el cáncer será, en efecto, la nueva normalidad: una inevitabilidad. La cuestión no será a la sazón si hemos de toparnos en nuestra vida con esta enfermedad inmortal, sino cuándo.” Esto, a raíz de su paciente Carla que mencioné la vez pasada y que hizo de las terapias eternas a las que estaba sometida su nueva normalidad.

Han pasado catorce años desde que se publicó esta joya. Los legos esperamos que en el ínter se hayan dado avances prometedores. 

sábado, 24 de agosto de 2024

El emperador de todos los males

Para mi amigo Sealtiel Espinosa, compañero de ruta.

La Navidad pasada, justo a la mitad de mis sesiones de radioterapia diarias, mi hija Caro me regaló el libro El emperador de todos los males / Una biografía del cáncer, de Siddhartha Mukherjee -oncólogo en el hospital de la Universidad de Columbia, graduado por las universidades de Stanford y Oxford, y licenciado en medicina por la de Harvard-, lo que me enojó mucho, pues le dije que yo lo que menos quería era volverme un advocate, un activista o abogado en la lucha contra esta terrible enfermedad, además, añadí, el ensayo parece un estudio para eruditos, de casi 700 páginas de abigarrada prosa, con centenares de notas e impreso en letra muy pequeña. Poco me importaba que el autor hubiera sido premiado con el Pulitzer de no ficción por su trabajo.

Sin embargo, hace un par de meses, un artículo en The New York Times llamó mi atención: The 100 Best Books of the 21st Century. En el número 84 aparecía The Emperor of All Maladies, de Siddhartha Mukherjee (2010). (Por cierto, en el número 6 aparece 2666, de Roberto Bolaño, comentado aquí recientemente.)

Como siempre, mis juicios apresurados -nunca mejor aplicado el término prejuicios- me habían conducido, una vez más, a error. El ensayo de Mukherjee es una soberbia obra de arte sobre la historia -atinadamente bautizada biografía- del cáncer, accesible no solo para eruditos, sino hasta para ignorantes como yo.

Dice el doctor Siddhartha que el cáncer no puede ser considerado propiamente como una enfermedad moderna, ya que antes la esperanza de vida era muy corta y no alcanzaba a llegar a edades en que el mal se presenta con mayor frecuencia, y pone como ejemplo el cáncer de mama, que tiene una probabilidad de 1 en 400 de ocurrir en una mujer joven de 30 años y otra de 1 en 9 de hacerlo en una anciana de 70.

Algo que me asustó y descorazonó mucho es su afirmación de que es preciso tratar sistemáticamente el cáncer aun mucho tiempo después de haber desaparecido todos los signos visibles. Esto, a raíz del hallazgo del investigador Min Chiu Li, que en 1956 descubrió que una hormona producida por las células cancerosas, llamada gonadotropina coriónica (hCG, por sus siglas en inglés), no desaparecía del todo después de algunas sesiones de quimioterapia, por lo que a una de sus pacientes le aplicó varias más, una tras otra, hasta que el nivel de hCG llegó a cero, como si estuviera luchando contra una cifra más que contra el cáncer de una enferma sujeta a drogas de alta toxicidad, pero con ello consiguió el desvanecimiento de un cáncer metastásico sólido y la pérdida de su empleo por andar experimentando con seres humanos. Los que lo corrieron prematuramente cayeron en cuenta varios años después de que sus pacientes así tratadas nunca sufrieron una recaída, en lo que constituyó la primera cura quimioterapéutica del cáncer en adultos.

Pero ¿por qué mi espanto y desilusión? Pues porque existe una proteína producida por las células cancerosas de la próstata, el antígeno, que a semejanza de la hormona hCG constituye la auténtica huella digital del cáncer, y mientras no llegue a cero, o a algo muy parecido a ello, indicará la persistencia del mal. Yo ya voy en 0.14, pero aún no es suficiente. Por cierto, el antígeno también es producido por células de la próstata no cancerosas, pero cuando hay cáncer, es inevitable: el mío estaba arriba de 8 al inicio de la enfermedad. En breves y matemáticas palabras: el cáncer de próstata implica un nivel de antígeno elevado, pero un nivel alto no necesariamente implica cáncer.

Una impresión aún más honda causó en mí el calvario al que son sometidos los enfermos de cáncer. Una paciente del autor, por ejemplo, Carla, al cabo de siete meses de tratamiento “ya había venido a la clínica sesenta y seis veces y se había sometido a cincuenta y ocho análisis de sangre, siete punciones lumbares y varias biopsias de médula”. O como apunta una escritora, ex enfermera, respecto a los análisis que implicaba una ‘terapia total’: “Desde el momento del diagnóstico habían transcurrido para Eric 628 días de enfermedad. Había pasado la cuarta parte de esos días en una cama de hospital o en consultas con los médicos. Le habían hecho más de 800 análisis de sangre, numerosas punciones lumbares y de médula ósea, 30 sesiones de rayos X, 120 análisis bioquímicos y más de 200 transfusiones. No menos de veinte médicos -hematólogos, neumólogos, neurólogos, cirujanos y otros especialistas- intervenían en su tratamiento, por no mencionar a la psicóloga y una docena de enfermeras.” ¿Cómo convencer a críos de 2-4 años, se pregunta el autor, para que se sometan a tormentos similares?

El tacto prostático, la resonancia magnética, la biopsia, la tomografía, el gammagrama óseo, el mes y medio de radioterapias diarias y la medicación, también diaria, e inyecciones abdominales trimestrales padecidas por mí durante el último año, son juegos de niños comparados con el calvario y tormento descritos anteriormente.

A mediados del siglo pasado, el urólogo norteamericano y  Nobel de medicina Charles Huggins inyectó estrógeno sintético -producido originalmente como un elixir para curar la menopausia- en el abdomen de pacientes con cáncer de próstata para “feminizarlos” e inhibir la producción de testosterona, caldo de cultivo de la enfermedad, llevando casi a la “muerte” por “hambre” a dicho cáncer, procedimiento que el investigador denominó castración química (para diferenciarla de la quirúrgica), y que a mí me puso a pensar que quizá ello hubiera sido suficiente para curarme sin recurrir a la costosa radioterapia, que me pareció ahora como matar pulgas a cañonazos, pero, en fin, quizá ello me libere del cáncer de manera definitiva, aunque no de los deseos de participar en la casa de los famosos como la célebre vedette trans y de recuperar el automóvil que invertí en la cura. Pues el cáncer, como toda enfermedad, tiene una causa, un mecanismo y ¿una cura?

Algo similar se intentó con el cáncer de mama y la extirpación de los ovarios en la mujer con resultados diversos, que se describen en el libro con lujo de detalle y que provocan que el lector se involucre entusiastamente en el relato (pp. 262-266).

La guerra contra el cáncer incluye aspectos que muchos pudieran desestimar y pasar por alto, como son la prevención y los cuidados paliativos para enfermos terminales. La primera, por ejemplo, con la férrea normatividad que se promulgó en Inglaterra para la protección de los deshollinadores, a los que Charles Dickens hace referencia en alguna de sus novela, pues el hollín quedó indeleblemente ligado en aquellas épocas lejanas al cáncer de testículos y escroto; o la prohibición, hasta donde se pueda, del criminal tabaco, ya que éste no está menos indeleblemente asociado con el cáncer del aparato respiratorio, incluidos los pulmones en primerísimo lugar. Y por lo que hace a los cuidados paliativos, huelga abundar en la conmiseración y piedad que merece alguien próximo a morir.

Como todo culto o toda religión, la lucha contra el cáncer en los Estados Unidos necesitaba estar fundada sobre cuatro elementos básicos: un profeta, una profecía, un libro y una revelación.

La profeta fue Mary Lasker, influyente y rica mujer, con relaciones políticas, económicas y sociales en los más refinados y selectos grupos de prácticamente todo el siglo pasado, pues la dama nació en 1900 y falleció en 1994.

La profecía fue la cura de la leucemia infantil.

El libro, A Cure for Cancer: A National Goal, de Solomon Grab, que ganó reputación nacional en 1968 tras su publicación.

Y la revelación, la llegada del hombre a la luna el 20 de julio de 1969, ya que como señalara la revista Time pocos  días después:

Fue un asombroso logro científico e intelectual para una criatura que, en el transcurso de algunos millones de años -un instante en la cronología de la evolución-, surgió de los bosques primigenios para lanzarse hacia las estrellas. … Fue, en todo caso, una deslumbrante reafirmación de la premisa optimista de que el hombre puede hacer todo lo que imagina.

“El éxito de la Apollo 11 -concluye Siddhartha Mukherjee- quizá afectara dramáticamente la visión que ellos (los laskeritas, los apóstoles de Mary Lasker, apunto yo) tenían de su propio proyecto, pero lo más importante fue quizá que generó un cambio de proporciones también extraordinarias en la percepción pública de la ciencia. Apenas podía dudarse de que habría una conquista del cáncer, así como la había habido de la Luna. Los laskeritas acuñaron una frase para describir la analogía. Comenzaron a hablar de un ‘lanzamiento espacial contra el cáncer’.”

Fascinante y aleccionadora lectura.

miércoles, 14 de agosto de 2024

¡Qué hermoso es leer!

Durante los recién finalizados juegos olímpicos preferí terminar de leer la fascinante y larga novela póstuma del insigne autor chileno Roberto Bolaño 2666 que cumplir las largas horas nalga que demandaban tales frivolidades. Digo, mejor aplastar los glúteos disfrutando la sublime prosa de Bolaño que regodearnos con nuestras derrotas en la máxima justa deportiva mundial, aunque soy bastante hipócrita, pues bien que anduve husmeando por ahí, sobre todo el volibol de playa femenil, que le digo a Elena que es una de las raras disciplinas de conjunto que no se juega con pelota… o que por lo menos yo nunca vi.

Pero pongámonos serios. Wikipedia dice que 2666 es una novela póstuma del escritor chileno Roberto Bolaño publicada en el año 2004. Consta de cinco partes que el autor, por razones económicas, planeó publicar como cinco libros independientes para asegurar así, en caso de fallecimiento, el futuro de sus hijos”. Bolaño murió un año antes, en 2003, a los 50 de edad,  acoto yo. Lo del título, nunca queda claro, aunque ChatGPT ofrece varias pistas.

Cuatro brillantes jóvenes académicos, una inglesa, un español, un francés y un italiano, son fanáticos del escritor alemán Benno von Archimboldi, que sólo existe en la ficción de la novela. Tan obsesionados están con su ídolo que hasta deciden irlo a buscar a Santa Teresa, pueblo mexicano en la frontera entre Sonora y Arizona, donde están seguros se ha ido a refugiar. Bolaño en realidad se está refiriendo a Ciudad Juárez, fronteriza con Texas, en la década de los noventa, cuando se dio una auténtica epidemia de feminicidios en dicha ciudad. Los entusiastas jóvenes se enteran tangencialmente de este hecho y con sus vidas, pasadas y presentes, entretejen la trama de esta primera parte del libro, una auténtica novela por separado. Lo que ignoran los graduados, que, por cierto, no vuelve a aparecer en toda la novela, es la increíble forma en que su héroe está ligado con uno de los protagonistas de esta tragedia, y de la cual nos va dando noticia de manera exquisita el genial Bolaño a lo largo de su extenso relato. Bocatti di cardinale.

Las partes segunda y tercera del libro, las de los Óscares, Amalfitano y Fate, bien podrían constituir, en conjunto, una novela per se. El primero es un catedrático de la universidad que ya desde el primer capítulo establece contacto con los muchachos venidos de fuera en su búsqueda del paradero de Archimboldi, y el segundo es un reportero negro venido de los Estados Unidos para reseñar un combate boxístico. Pronto ambos se encuentran sumergidos en la vorágine de inseguridad que impera en Santa Teresa, al extremo de obligar Amalfitano a Fate a que saque a su hija, Rosa, del país, no sin antes entrevistarse éstos, junto con otra reportera, con un siniestro personaje preso en la cárcel de la ciudad, y que quizá no sea otro que el eslabón que une a Archimboldi con esta historia siniestra.

La cuarta parte es la de los siniestros crímenes cometidos en Ciudad Juárez, perdón, Santa Teresa, en esa aciaga década, y que llega a asquear, pero que nos da cuenta de la dimensión de la catástrofe ocurrida contra mujeres inocentes e indefensas en aquella malhadada ciudad. En este capítulo juega un lugar protagónico un personaje ficticio, Sergio González, calca de uno real, Sergio González Rodríguez, periodista que yo conocí en las páginas culturales de El Financiero y que estuvo muy metido en estos temas, lo que lo llevó a escribir su aclamada Huesos en el desierto. Bolaño no lo aclara, pero yo creo que contó con el consentimiento del Sergio González real para contar su historia. Por cierto, éste ya también fallecido en 2017.

El libro concluye con el sublime relato de la vida de Hans Reiter, que el autor nos narra desde su nacimiento mismo hasta su vejez, a punto de viajar a México. Este quinto y postrer capítulo se intitula La parte de Archimboldi, para que el lector no tenga que hacer muchas conjeturas, como en las que yo incurrí.

Uno quisiera literalmente devorar las mil 126 páginas de que consta el libro, pero paradójicamente quisiera que nunca acabara, y cuando finalmente ello ocurre, se cae en una irresistible, gozosa y feliz tristeza.

Lo reitero, ¡qué bello es leer! 

domingo, 11 de agosto de 2024

769 medallas en 25 años

Del año 2000 en Sídney al 2024 en París, los Estados Unidos han obtenido la friolera de 769 medallas en los Juegos Olímpicos celebrados cada cuatrienio, comparadas con las frijoleras 36 que ha obtenido nuestro país, de las cuales 280 han sido de oro para nuestros primos del norte y ¡sólo 4! para nuestros aguerridos compatriotas, lo cual da un promedio per cápita de 2.28 medallas por cada millón de habitantes para ellos contra únicamente 0.27 de nosotros, es decir, 2.01 más medallas para los güeros que para la raza auténticamente de bronce. En términos áureos, 0.83 medallas por millón para allá y nada más 0.03 para acá, esto es 27.67 veces más para las barras y las estrellas. En términos porcentuales, ¡2,767% por arriba!

Cuando me pongo a analizar todo lo anterior, y después de observar el paupérrimo desempeño de nuestros “atletas” en París, quedo convencido de que la única razón de nuestra presencia en las Olimpiadas -y la de representaciones similares a la nuestra- es que alguien tiene que ocupar los últimos puestos en los resultados finales, ¡no hay de otra!

Algunos me reclamarán: ¿y tú, güevón, cuándo podrías presumir de algo aunque fuera lejanamente parecido a lo que hicieron nuestros connacionales en la subyugante Ciudad Luz?, a lo que yo humildemente respondería que https://blograulgutierrezym.blogspot.com/2019/05/como-gane-el-maraton-de-boston.html es mucho mejor que dar el costalazo de espaldas en una fosa olímpica de clavados que ameritó un cero rotundo de calificación. Además de que yo he sido amateur toda la vida, y a mucha honra.

¡Vivan todos los deportistas de oro puro que triunfaron clamorosa y glamorosamente en París y dejemos el bronce para los perdedores!

jueves, 1 de agosto de 2024

De ánimo agreste

No había ido a correr a mi querido Parque Metropolitano en dos meses y medio, quizá porque mi ánimo se encontraba tan árido como la presa de dicho parque debido a la tremenda sequía que asoló al mundo durante el primer semestre de 2024, y queda ejemplificada en la primera foto que acompaña este escrito, que muestra el tristísimo espectáculo de la capilla que generalmente yace en el fondo del vaso de agua y que se llegó a mostrar obscenamente, rodeada de un entorno cuya sequedad y melancolía no se cuestionan.

Pero hoy amanecí de buenas y me fui a correr junto con Elena, que ya aguanta los siete kilómetros que rodean a la presa, al trote cada vez más lento con que yo marco el paso, para desgracia de la susodicha, a la que siento que freno en todo su potencial, pero nos sentimos de maravilla cuando, todos sudorosos, cruzamos felizmente la meta, y máxime cuando vemos que el nivel de la presa empieza a recuperarse con los tremendos aguaceros que se han dejado venir. Ojalá que pronto se muestre como en la segunda foto que se incluye junto con este breve escrito.

Además, nos sentimos imbuidos del espíritu olímpico y quisimos contribuir con nuestro granito de a arena a la sostenibilidad del mundo.

¡Que sea menos, maestro, pero qué bueno que te desperezaste!