Para mi amigo Sealtiel Espinosa, compañero de ruta.
La Navidad pasada, justo a la mitad de mis sesiones de radioterapia diarias, mi hija Caro me regaló el libro El emperador de todos los males / Una biografía del cáncer, de Siddhartha Mukherjee -oncólogo en el hospital de la Universidad de Columbia, graduado por las universidades de Stanford y Oxford, y licenciado en medicina por la de Harvard-, lo que me enojó mucho, pues le dije que yo lo que menos quería era volverme un advocate, un activista o abogado en la lucha contra esta terrible enfermedad, además, añadí, el ensayo parece un estudio para eruditos, de casi 700 páginas de abigarrada prosa, con centenares de notas e impreso en letra muy pequeña. Poco me importaba que el autor hubiera sido premiado con el Pulitzer de no ficción por su trabajo.
Sin embargo, hace un par de meses, un artículo en The New York Times llamó mi atención: The 100 Best Books of the 21st Century. En el número 84 aparecía The Emperor of All Maladies, de Siddhartha Mukherjee (2010). (Por cierto, en el número 6 aparece 2666, de Roberto Bolaño, comentado aquí recientemente.)
Como siempre, mis juicios apresurados -nunca mejor aplicado el término prejuicios- me habían conducido, una vez más, a error. El ensayo de Mukherjee es una soberbia obra de arte sobre la historia -atinadamente bautizada biografía- del cáncer, accesible no solo para eruditos, sino hasta para ignorantes como yo.
Dice el doctor Siddhartha que el cáncer no puede ser considerado propiamente como una enfermedad moderna, ya que antes la esperanza de vida era muy corta y no alcanzaba a llegar a edades en que el mal se presenta con mayor frecuencia, y pone como ejemplo el cáncer de mama, que tiene una probabilidad de 1 en 400 de ocurrir en una mujer joven de 30 años y otra de 1 en 9 de hacerlo en una anciana de 70.
Algo que me asustó y descorazonó mucho es su afirmación de que es preciso tratar sistemáticamente el cáncer aun mucho tiempo después de haber desaparecido todos los signos visibles. Esto, a raíz del hallazgo del investigador Min Chiu Li, que en 1956 descubrió que una hormona producida por las células cancerosas, llamada gonadotropina coriónica (hCG, por sus siglas en inglés), no desaparecía del todo después de algunas sesiones de quimioterapia, por lo que a una de sus pacientes le aplicó varias más, una tras otra, hasta que el nivel de hCG llegó a cero, como si estuviera luchando contra una cifra más que contra el cáncer de una enferma sujeta a drogas de alta toxicidad, pero con ello consiguió el desvanecimiento de un cáncer metastásico sólido y la pérdida de su empleo por andar experimentando con seres humanos. Los que lo corrieron prematuramente cayeron en cuenta varios años después de que sus pacientes así tratadas nunca sufrieron una recaída, en lo que constituyó la primera cura quimioterapéutica del cáncer en adultos.
Pero ¿por qué mi espanto y desilusión? Pues porque existe una proteína producida por las células cancerosas de la próstata, el antígeno, que a semejanza de la hormona hCG constituye la auténtica huella digital del cáncer, y mientras no llegue a cero, o a algo muy parecido a ello, indicará la persistencia del mal. Yo ya voy en 0.14, pero aún no es suficiente. Por cierto, el antígeno también es producido por células de la próstata no cancerosas, pero cuando hay cáncer, es inevitable: el mío estaba arriba de 8 al inicio de la enfermedad. En breves y matemáticas palabras: el cáncer de próstata implica un nivel de antígeno elevado, pero un nivel alto no necesariamente implica cáncer.
Una impresión aún más honda causó en mí el calvario al que son sometidos los enfermos de cáncer. Una paciente del autor, por ejemplo, Carla, al cabo de siete meses de tratamiento “ya había venido a la clínica sesenta y seis veces y se había sometido a cincuenta y ocho análisis de sangre, siete punciones lumbares y varias biopsias de médula”. O como apunta una escritora, ex enfermera, respecto a los análisis que implicaba una ‘terapia total’: “Desde el momento del diagnóstico habían transcurrido para Eric 628 días de enfermedad. Había pasado la cuarta parte de esos días en una cama de hospital o en consultas con los médicos. Le habían hecho más de 800 análisis de sangre, numerosas punciones lumbares y de médula ósea, 30 sesiones de rayos X, 120 análisis bioquímicos y más de 200 transfusiones. No menos de veinte médicos -hematólogos, neumólogos, neurólogos, cirujanos y otros especialistas- intervenían en su tratamiento, por no mencionar a la psicóloga y una docena de enfermeras.” ¿Cómo convencer a críos de 2-4 años, se pregunta el autor, para que se sometan a tormentos similares?
El tacto prostático, la resonancia magnética, la biopsia, la tomografía, el gammagrama óseo, el mes y medio de radioterapias diarias y la medicación, también diaria, e inyecciones abdominales trimestrales padecidas por mí durante el último año, son juegos de niños comparados con el calvario y tormento descritos anteriormente.
A mediados del siglo pasado, el urólogo norteamericano y Nobel de medicina Charles Huggins inyectó estrógeno sintético -producido originalmente como un elixir para curar la menopausia- en el abdomen de pacientes con cáncer de próstata para “feminizarlos” e inhibir la producción de testosterona, caldo de cultivo de la enfermedad, llevando casi a la “muerte” por “hambre” a dicho cáncer, procedimiento que el investigador denominó castración química (para diferenciarla de la quirúrgica), y que a mí me puso a pensar que quizá ello hubiera sido suficiente para curarme sin recurrir a la costosa radioterapia, que me pareció ahora como matar pulgas a cañonazos, pero, en fin, quizá ello me libere del cáncer de manera definitiva, aunque no de los deseos de participar en la casa de los famosos como la célebre vedette trans y de recuperar el automóvil que invertí en la cura. Pues el cáncer, como toda enfermedad, tiene una causa, un mecanismo y ¿una cura?
Algo similar se intentó con el cáncer de mama y la extirpación de los ovarios en la mujer con resultados diversos, que se describen en el libro con lujo de detalle y que provocan que el lector se involucre entusiastamente en el relato (pp. 262-266).
La guerra contra el cáncer incluye aspectos que muchos pudieran desestimar y pasar por alto, como son la prevención y los cuidados paliativos para enfermos terminales. La primera, por ejemplo, con la férrea normatividad que se promulgó en Inglaterra para la protección de los deshollinadores, a los que Charles Dickens hace referencia en alguna de sus novela, pues el hollín quedó indeleblemente ligado en aquellas épocas lejanas al cáncer de testículos y escroto; o la prohibición, hasta donde se pueda, del criminal tabaco, ya que éste no está menos indeleblemente asociado con el cáncer del aparato respiratorio, incluidos los pulmones en primerísimo lugar. Y por lo que hace a los cuidados paliativos, huelga abundar en la conmiseración y piedad que merece alguien próximo a morir.
Como todo culto o toda religión, la lucha contra el cáncer en los Estados Unidos necesitaba estar fundada sobre cuatro elementos básicos: un profeta, una profecía, un libro y una revelación.
La profeta fue Mary Lasker, influyente y rica mujer, con relaciones políticas, económicas y sociales en los más refinados y selectos grupos de prácticamente todo el siglo pasado, pues la dama nació en 1900 y falleció en 1994.
La profecía fue la cura de la leucemia infantil.
El libro, A Cure for Cancer: A National Goal, de Solomon Grab, que ganó reputación nacional en 1968 tras su publicación.
Y la revelación, la llegada del hombre a la luna el 20 de julio de 1969, ya que como señalara la revista Time pocos días después:
Fue un asombroso logro científico e intelectual para una criatura que, en el transcurso de algunos millones de años -un instante en la cronología de la evolución-, surgió de los bosques primigenios para lanzarse hacia las estrellas. … Fue, en todo caso, una deslumbrante reafirmación de la premisa optimista de que el hombre puede hacer todo lo que imagina.
“El éxito de la Apollo 11 -concluye Siddhartha Mukherjee- quizá afectara dramáticamente la visión que ellos (los laskeritas, los apóstoles de Mary Lasker, apunto yo) tenían de su propio proyecto, pero lo más importante fue quizá que generó un cambio de proporciones también extraordinarias en la percepción pública de la ciencia. Apenas podía dudarse de que habría una conquista del cáncer, así como la había habido de la Luna. Los laskeritas acuñaron una frase para describir la analogía. Comenzaron a hablar de un ‘lanzamiento espacial contra el cáncer’.”
Fascinante y aleccionadora lectura.
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