De 1957 a 1968 cursé primaria, secundaria y preparatoria en colegios lasallistas de la Ciudad de México, las dos primeras en el Colegio Cristóbal Colón y la última en la Universidad La Salle. Todo mundo sabe el rigor con que la instrucción era llevada a cabo en estos planteles, con exámenes rigurosos todas las semanas y entrega de resultados con puntaje y lugar en unas libretas llamadas boletines todos los viernes.
Modestia aparte, siempre destaqué en estos menesteres y todos los años ocupé un lugar (casi siempre el primero) en el cuadro de honor que se publicaba en un anuario llamado memoria al final del ciclo escolar, pero 1967 (segundo de prepa) fue especialmente sobresaliente para mí, pues de las aproximadamente cuarenta semanas que comprendía el año lectivo, sólo en una, la treintaiuno, ocupé el segundo lugar, todas las demás, primero, primero, primero…
Esa semana del segundo lugar llegó el titular del grupo, el hermano Eduardo Ayala, a repartir los boletines, que para mayor emoción se hacía partiendo de los últimos lugares, es decir, por los reprobados. Huelga decir la algarabía que se desató en el salón de clases cuando, llegando a los punteros, se mencionó mi nombre como ocupante del segundo sitio. Ni siquiera esperaron a que se pronunciara el nombre del ganador semanal, eso poco les importó, lo realmente destacable era que yo hubiera perdido el lugar de honor después de treinta semanas de monopolizarlo. De veras, el gozo era tanto entre mis compañeros como si México hubiera obtenido un importante triunfo en algún Mundial.
Yo estaba tan desconcertado que nada más sentí cómo el rubor y la piel de gallina, ambos, invadían todo mi ser. Afortunadamente el hermano Ayala dejó que los perdedores manifestaran estruendosamente todas sus frustraciones durante pocos minutos, sólo para callarles la boca al final cuando, dirigiéndose a mí, me encomió: “No les haga caso, ese es el mejor reconocimiento que pueden hacerle, y no me cabe duda que pronto volverá usted por sus fueros”. Boca de profeta, a la semana siguiente recuperé el lugar de honor para no volverlo a soltar.
Todo esto viene a cuento por Max Verstappen, el antipático piloto neerlandés de Fórmula Uno que ya se apoltronó como dueño absoluto de la primera posición en casi todas las carreras en que participa, lo cual hace pensar en alguna ventaja competitiva indebida, que me hará celebrar su tardía o temprana próxima derrota como mis compañeros celebraron la mía en aquel remoto día de hace cincuentaisiete años, de otra suerte, este deporte va directo a perder todo el interés y fanática entrega de sus millones de aficionados.
¡Salven a la Fórmula Uno!
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