viernes, 2 de febrero de 2024

Temerario

Llevé a Elena a visitar a sus padres, mis suegros, a San José Villa de Allende, un pueblo en el Estado de México dejado de la mano de dios a 420 kilómetros de León. Mi suegra, Glafira -en serio, así se llama-, recién cumplió los ochenta el pasado 25 de diciembre, por eso le digo que en vez de Glafira  prefiero llamarla Anticristo. Mi suegro, Alejandro, padre adoptivo de mi esposa, cumplirá los 86 a mediados de este año. Como verán, son más o menos de mi rodada, 74, a tal grado que cuando andaba cayéndole a Elena, 58, la gente se peguntaba si no andaría yo más bien tras la mamá que en pos de la susodicha Elena.

Teníamos noticias de que andaban con los achaques propios de la edad, al extremo de necesitar el padre de una inseparable andadera que utiliza a partir de una cirugía reciente. Sin embargo, los noté tan bien que no resistí decirles que me daba mucho gusto verlos así. ¿Pues cómo pensabas encontrarnos?, inquirió el interfecto. No, pues mucho más fregados, les respondí cándida, sincera y honestamente. Ante la espontánea risotada de todos, no les quedó más que aceptar el “cumplido”. De veras, me los imaginaba ya al borde del sepulcro, pero para nada.

Por cierto, aproveché algún momento de solaz para enviarles sendos WhatsApps a mi urólogo y a mi radio-oncólogo, preocupado que ando por mi bajísimo nivel de testosterona. Este último me respondió que es uno de los indeseados efectos secundarios de los medicamentos que me están administrando, pero que cuando deje de consumirlos, todo regresará a la “normalidad”. ¡¿Dentro de dos años?!, le vociferé. ¿Por qué no le pregunta usted a su urólogo?, me esquivó. Y sí, en efecto, el urólogo hasta al celular me llamó al día siguiente a las diez de la noche, y fue contundente: o son los medicamentos y por los menos diez años de vida gracias a su “excelente” condición física, o es la muerte en cuatro o cinco, con los consabidos sinsabores del cáncer, sin ellos.

Dicen que el cobarde se arredra ante el miedo, el valiente lo confronta, y el temerario lo reta. Ignoro si inconscientemente esté yo ya procediendo de acuerdo a esta última conducta, pues las velocidades de hasta 160 kilómetros por hora que llegué a registrar durante nuestro periplo a la tierra de mis suegros, tanto a la ida como a la vuelta, así lo permitirían suponer. Lo que no se vale, y estoy avergonzado por ello, es que exponga de manera tan irresponsable a mi dulce Elena, y ya me disculpé con ella por eso. En una gasolinera notamos incluso que la llanta delantera derecha venía ponchada, producto de un bache en la carretera, a tal grado que hubo que sustituirla por una nueva en una llantera cercana. Bueno, pues ni aun así le bajé, ¡patán inmundo!

La otra mujer de mi vida, mi madre Evangelina, que en dios creía y en mí adoraba, siempre me tuvo una consideración especial por razones puramente fortuitas. Ella nació un día 22 de septiembre del año 22 del siglo pasado. Cuando fue consciente de ello, tomó como amuleto estos guarismos y los convirtió en mantra durante toda su existencia, y fue así que decidió casarse a los 22 años de edad, pero no lo hizo cualquier día, sino en 11/22/44, noviembre 22 de 1944, muy a pesar de que tal fecha cayó en un incómodo día hábil (miércoles) y no en fin de semana o día festivo. De tal suerte que entre tanta fecha metida con calzador, exceptuando la de su nacimiento, la puramente azarosa del mío, octubre 22, vino a ser una señal para ella, y, según mi padre, no cesó de repetirle siempre: éste es el mejor de los cuatro (mis hermanos y yo) y el tiempo me dará la razón. ¡Dios mío, qué equivocada se dio!

Pero de una cosa estoy seguro: si aún estuviera entre nosotros la buena señora, ofrendaría su vida con tal de salvar la mía, hasta ese punto me hizo sentir su amor.

Quienquiera que sea, te tenga en su santa gloria, querida doña Eva.

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