No siento nada cuando
rozo las piernas de mi mujer pero me duelen las mías si a ella le duelen las
suyas.
Miguel de Unamuno, ya viejo, citado por Octavio Paz en La llama doble
Este escrito no es más que la continuación del artículo que pergeñé hace exactamente cinco años (http://blograulgutierrezym.blogspot.com/2018/12/elena.html), cuando todavía colaboraba en el periódico del que me defenestraron por irreverente.
Resulta increíble la compenetración que se puede llegar a tener con una persona tan ajena a uno como la esposa, pues no se tiene con ella ningún lazo sanguíneo como con los padres, hermanos, hijos, tíos y hasta primos, y con quien se puede llegar a vivir en pareja tanto tiempo como con ningún otro ser en el universo. En mi caso, agradezco al destino que me haya permitido conocer al mejor ente de la Creación, incluso, de nuevo, entre padres, hermanos, hijos, tíos primos, amigos, conocidos y demás ralea existente o que haya existido jamás. Es un sentimiento que comparten conmigo infinidad de personas que la conocen. Qué afortunado soy: el maldito que se topó con la persona más buena, fuerte y dulce del mundo, y miren que tuve una madre excepcional, pero como mi querida Elena, nadie.
Si siempre he pensado eso de ella, ya imaginarán estos aciagos días en que he sentido ese apoyo como un bálsamo celestial. Tal pareciera que hubiese hecho suya la sentencia de Unamuno y sintiera mi mal como si fuera suyo.
En La llama doble, Paz compara al amor con la amistad, a la manera en que don Miguel de Unamuno lo hace con su hermoso y profundo apotegma, que va infinitamente más allá de la simple afirmación de don Octavio, pero ambos me mueven a gritar desde lo más profundo del alma:
¡Gracias, querida amiga Elena!
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