Mi padre no siempre estuvo postrado en cama, como lo hizo por casi nueve años, desde el miércoles 10 de febrero de 1999 hasta que falleció, el sábado 20 de octubre de 2007, cuadrapléjico, “gracias” a la intervención quirúrgica de un médico inescrupuloso e incompetente que le aseguró que al día siguiente de la operación estaría caminando, pero ya sin los insoportables dolores que le provocaba la compresión cervical que desde tiempo atrás padecía. El dolor desapareció, sí, pero a cambio de la parálisis generalizada de su cuerpo.
No, de ninguna manera estuvo siempre así. Desde la década de los 40 del siglo
pasado había sido guía de turistas. Hablaba el inglés a la perfección por haber
vivido en Estados Unidos toda su infancia, de tal forma que no representaba
para él ningún problema transportar a los turistas en su propio vehículo y
llevarlos a conocer las ciudades más importantes del país y sus lugares
históricos de mayor interés. Cansado, después de más de 25 años en esa
actividad, en 1966 decidió aceptar la oferta para entrar a trabajar en la embajada
de Estados Unidos en México como jefe del “motor pool”, es decir, del
departamento de transportación de la sede diplomática.
Un día de junio de 1970 recibió la encomienda especial de transportar a un
funcionario norteamericano, de visita en México y apasionado del futbol, o
“soccer”, como le dicen ellos, en un tiempo récord. El oficial iba a estar en
reuniones las primeras horas de la tarde, pero mi padre dispondría de ¡15
minutos! para conducirlo personalmente al Estadio Azteca a presenciar el
partido Alemania contra Italia, dentro de las semifinales de la Copa Mundial
México 70. No debería enviar a ninguno de sus choferes, tendría que llevarlo él
personalmente.
Faltando 15 minutos para el comienzo del gran partido, recogimos a este señor frente a la embajada, en Reforma, y emprendimos, literalmente, el vuelo hacia el Estadio Azteca, auxiliados por un escuadrón de motociclistas que nos hizo llegar incluso un par de minutos antes del comienzo del encuentro. No recuerdo, ni entonces -tenía yo 20 años- ni ahora, haber viajado tan rápido en mi vida... ni desearía volverlo a hacer jamás.
Tuve la fortuna de que nuestro “invitado”, aunque más bien éramos mi padre y yo los entrometidos en un palco oficial -tal era la confianza que en la embajada le tenían a mi progenitor-, fuera también fanático declarado de Alemania, pues era oriundo de ese país, de tal suerte que después de un par de cervezas, que a esa edad era lo máximo que mi padre me permitía consumir, y un partido de vaivenes en que no bien había un equipo tomado la delantera cuando ya el otro lo había alcanzado y rebasado, el “invitado” y yo comenzamos a intimar y a celebrar cada gol como si fuera el propio, con la agravante de que aquél, mucho más curtido que yo, llevaba ya varias cervezas adicionales a las dos de rigor mías. Hace 53 años tampoco era tan inusual que un lagartón de 20 años estuviera aún bajo la férula paterna a un extremo tal.
Al final y, para no variar, después de unos tiempos extras de alarido, “perdimos” 4-3, pero con el orgullo de haber presenciado lo que desde entonces y hasta la fecha se conoce como “El partido del siglo”, pero, además, yo salí con el gusto adicional de haber departido, gritado, bebido y disfrutado en compañía de Henry Kissinger, no tanto por este tortuoso personaje en sí, ayer fallecido, como por el recuerdo imborrable que dejó en mi mente el deporte de mis amores.
Tal era, repito, la confianza que le tenían a mi buen padre, quien, impedido de beber, pues tenía que llevarnos de regreso, nos miraba, incrédulo, con una sonrisa apenas dibujada en sus labios y girando ligeramente la cabeza de un lado a otro…
Papá, ¡levántate y llévame al fut otra vez!
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