El lunes pasado, 17 de julio de 2023, se cumplieron veinte años de que nos mudamos de la Ciudad de México a León. Se me fueron como un suspiro, me cae, a pesar de que lo único que me agrada de la ciudad es el Parque Metropolitano; sí, ese donde tengo la inveterada costumbre de correr cada tercer día desde entonces. Afortunadamente la familia es mucho más divertida que yo. Los niños llegaron a terminar su educación básica y media superior, y se graduaron con honores en el Tec de Monterrey, Caro, y en La Salle Bajío, Raúl, mientras Elena consolidaba su negocio para el día con día. Sus clientes la adoran.
A mí, lo único que me mantiene más o menos motivado es el mentado parque. Recuerdo una “madrugada”, hace como quince años, cuando yo era todavía muy veloz, cómo rebasé a un pelotón como de veinte jóvenes profesionistas que era la única hora del día que encontraban propicia para ejercitarse. Cuando pasé a su lado, uno de ellos me lanzó un entusiasta “buenos días”, que ignoré (mamón que ¿era?, pues según mi creer iba yo a ejercitarme, no a socializar). Nunca lo debí haber hecho, ya que en seguida otro gritó “good morning”, y aún un tercero “buongiorno”, y así continuaron con el infaltable “bon jour”, el áspero “gutten morgen” y hasta el ruso “dobre utra”. En pocas palabras, me agarraron de botana y, todos, muertos de risa.
Pero hubo uno que incluso me dio alcance y me dijo: “Oye, te he observado en alguna otra ocasión y me asombra lo rápido que corres, mira cómo nos has dejado muy atrás, ¿vienes todos los días?”. Le respondí que no, que cada tercer día, que le agradecía mucho su comentario. Nada que agradecer, me acotó, es un simple reconocimiento; a mantener la buena forma, me llamo Pablo Vizuet, encantado de conocerte. Igualmente, Pablo, le dije, Raúl Gutiérrez, para servirte, y sellamos nuestro diálogo con un fuerte apretón de manos, sí, así, corriendo y todo.
Esto constituyó un baño de humildad por parte de Pablo y todos esos muchachos que lo único que perseguían era ser amables y divertirse, mientras yo sufría corriendo.
Y así, mil otras vivencias con este parque durante estos veinte años de literal luna de miel. ¡Bendito dios!, diría el ateo.
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