jueves, 2 de febrero de 2023

Perseverancia

Desde siempre, Carolina le había insistido a su padre que la llevara al Bolshoi, “aunque sea a Rusia”,  le había dicho.

Todo empezó años atrás cuando el señor se llevó a toda la familia de vacaciones a Guanajuato para disfrutar del Festival Internacional Cervantino, a mediados de la década de los 80. Carolina, que tendría entonces unos cinco años, quedó fascinada con los espectáculos dancísticos que se montaron en aquella ocasión. Y todo contribuyó a este fin: la belleza de aquella ciudad colonial, la majestuosidad del Teatro Juárez y el soberbio ambiente que el escenógrafo instaló en ese recinto sin par. La fama del festival, por cierto, ya había trascendido fronteras.

A partir de aquel momento, la tierna mente de la niña fue indeleblemente marcada por este bello arte, a tal grado que Carolina insistía año con año en regresar a Guanajuato para que la llevaran “al Cervantino”. Sin embargo, la empresa se fue tornando más y más difícil, toda vez que los hermanos de Caro, menores los dos, preferían el futbol y la playa, y aunque disfrutaban igualmente de la ciudad colonial y los espectáculos que para ellos se daban, su deleite estaba más al aire libre.

Carolina, por otro lado, obsesiva como era, se había vuelto una fanática de la danza, igual o más que los niños del futbol. Y así como éstos se declaraban fieles seguidores de los mejores equipos de España, Inglaterra, Francia e Italia, aquélla quiso averiguar dónde se practicaba el mejor ballet del mundo, y quedó particularmente satisfecha al saber que no era en ninguno de los países “de” sus hermanos, sino uno más lejano, que curiosamente hacía muy poco se había separado también de sus “hermanos”, y en donde desde siempre habían florecido la música, la ciencia, la literatura y... la danza. La mamá, una apasionada de las letras, le contó que Rusia era, además, la tierra de grandes artistas como Dostoievsky, Tolstoi, Chejov, Turgueniev, autores de obras tan famosas como Crimen y Castigo y Ana Karenina, de las que la niña ya sabía por películas y libros infantiles. 

Melómana, la señora también le recordó a otro ilustre ruso: Tchaikovsky, autor del Cascanueces y El Lago de los Cisnes, tan conocidas, queridas y ejecutadas por la hija desde que ésta era pequeña. Por no quedarse atrás, su esposo, matemático, le dijo que Rusia era también el país de Tchebychev, un genio en la teoría de números. 

Por extensión de sus padres, Carolina se volvió, pues, una entusiasta de Rusia, aunque por un motivo diferente: el Ballet Bolshoi, del que quiso saber todo lo que aquéllos pudieran platicarle.

El padre, harto ya de la ciudad de México, donde siempre habían radicado, y de las disputas de los hijos sobre el mejor lugar para pasar unas cortas vacaciones, se dejó influir por Caro para irse a vivir “cerca de Guanajuato”. Así, le dijo, me podrías llevar junto con mamá “al Cervantino” y disfrutar los tres del ballet, perdón, añadió,  del festival, sin necesidad de tener que dormir fuera de casa.

No fue difícil escoger León como el lugar ideal para tal propósito, y en menos de tres meses la familia estaba ya totalmente instalada en esa cosmopolita ciudad.

Los niños entraron a la escuela y escogieron, obviamente, las academias de futbol y danza, pero la obsesión de la niña la llevó a tomar tres días adicionales a la semana de ballet por las tardes. La modesta escuela donde tomaba sus clases le brindó incluso la oportunidad, tiempo después, de obtener su certificado de la Academia Real de Bellas Artes de Londres.

Mientras estos años pasaban, madre e hija siguieron disfrutando  del Festival Internacional Cervantino. Es increíble hasta qué punto las obsesiones, la tenacidad, un sueño de vida y el escenario adecuado pueden contribuir a moldear el carácter y la personalidad. Y el festival había sido eso, el catalizador que Caro necesitaba para dar cauce a su energía y ansia de vivir desbordantes.

Entre tanto, el padre, que comenzó tomando como pretexto el cuidado de los niños mientras las mujeres de la casa disfrutaban del arte, empezó a encerrarse más y más en sí mismo, hasta que el pretexto se agotó: los niños crecieron y preferían, por supuesto, a los amigos. El gusto por lo bello, que él mismo había fomentado, terminó por desaparecer.

Es difícil determinar las causas de la melancolía. Puede que ésta venga dada por una carga genética o que sea provocada por factores externos, pero lo cierto es que ahí estaba este señor, rodeado de una familia feliz llena de energía vital, a punto de desfallecer sin causa aparente. La depresión clínica no fue más que un resultado natural de este proceso.

Luego vinieron los medicamentos, esos que se venden y comercializan como una panacea y que resultan en beneficio mayormente de los laboratorios que los producen y que les reditúan miles de millones de dólares al año en todo el mundo. La reclusión temporal fue lo que le siguió. Quizá haya sido esta vuelta a un ambiente de párvulos, ajeno por completo al mundo que él y sólo él se había creado y que sirvió de caldo de cultivo ideal para su desquiciamiento, la que lo llevó a reaccionar.

Unas pocas semanas después, el papá volvía a correr  todos los días alrededor de la presa El Palote en el Parque Metropolitano, y disfrutaba de nuevo del hermoso paisaje que circunda ese enorme espejo de agua. Adicionalmente, tomó el gusto una vez más por las matemáticas y se inscribió en la maestría que imparte el Centro de Investigación en Matemáticas en La Valenciana.

Y llegó octubre, y con él “el Cervantino”. Y con el festival, por primera vez en Guanajuato, el Ballet Bolshoi, el auténtico, no una réplica, como esas esculturas de artistas famosos que hay una en veinte países distintos a la vez.

El sueño, tantos años acariciado por Caro, se hacía realidad. Su padre se preguntaba cómo transmitirle, cómo hacerle sentir que le importaba, y mucho. Que el distanciamiento que se había dado entre ellos era necesario para mejor disfrutarlo, y que ese sueño era igualmente suyo y de toda la familia, vamos, hasta de sus hermanos.

El escenario, el imponente y majestuoso Teatro Juárez, otra vez, como hacía ya casi veinte años, lucía esplendoroso y maduro, fruto de la experiencia que el tiempo y tantos festivales le han brindado a la hermosa ciudad de Guanajuato.

La danza transcurría de una manera sincronizada y perfecta, y el padre no pudo evitar que se le rasgaran los ojos cuando Carolina ejecutó el último movimiento en el proscenio, a unos pocos metros de donde él se encontraba. La multitud, exultante, desgranó una atronadora ovación en honor de la joven artista consagrada, mientras su papá le arrojaba el ramo de rosas que su emoción no dejó de estrujar durante toda la obra.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Que orgullo es ver que el esfuerzo y acompañamiento para que los hijos alcancen sus sueños se concreta, y más cuando es de una forma tan espectacular como lo describes. Felicidades! Pude sentir la emoción a través de tus palabras.