Tan importante cómo contar bien las cosas es tener cosas que contar. Quizá a ello se deba que invente cualquier pretexto para ya no seguirlo haciendo, como haber sido olímpicamente ignorado por el jurado de un concurso literario pedorro. Para suplir esa carencia argumental, le propuse a Elena que nos fuéramos de “luna de miel” a la Ciudad de México de lunes a viernes, lo que hicimos a finales de enero. Yo, a mis otoñales 73, y ella, a sus primaverales 57. Nos fuimos en uno de esos transportes privados que ahora pululan en León.
Apenas llegar, nos desplazamos a pie del hotel que acostumbramos, justo a espaldas de la embajada americana, al Templo Mayor, recorriendo Paseo de la Reforma, Avenida Juárez y Madero hasta el Zócalo capitalino, y de ahí, a tiro de piedra, al referido templo, cuyo museo se encontraba cerrado por ser lunes. Ni tardos ni perezosos, nos encaramamos a la terraza de la librería Porrúa que se encuentra a un lado, en el restaurante bar El Mayor, y al calor de unas chelas, tequilas y un ambigú de guacamole con totopos contemplar la espléndida vista que desde ahí se tiene del templo y, un poco más allá, de Palacio Nacional. Y de regreso al hotel por la misma ruta. Nos asignaron habitación, descasamos un poco y nos encaminas sobre Reforma, pero en dirección opuesta, a uno de los restaurantes sensación actualmente en la Ciudad de México: el Ling Ling, de comida oriental, en el piso 56 de la torre del Ritz-Carlton, en Reforma 509, justo enfrente de la Estela de Luz y de la torre BBVA.
A pesar de ser lunes en la noche, el Ling Ling se encontraba abarrotado de comensales, tanto nacionales como extranjeros. Resulta ocioso decir que la vista nocturna de la ciudad desde lo alto es soberbia, y la comida no la desmerece en nada: Elenita pidió un arroz frito con pato y yo un salmón glaseado con arenques, para terminar con una generosa y suculenta tajada de pastel de chocolate que compartimos y que nos adornaron con una de esas luces cometa que ahora se acostumbran y con la leyenda ¡Felicidades!, quesque nomás porque les habíamos caído bien, pues nada celebrábamos.
El martes temprano, después de desayunar, nos encaminamos -siempre a pie- rumbo al Castillo de Chapultepec, pasando antes frente a la torre BBVA. Elena llevaba en su bolso una navaja Victorinox y una Swiss Card, navaja en forma de tarjeta de crédito preferida de las damas, ambas comercializadas por esta experta en su tienda de regalos. Pensábamos pasarlas a entregar en la recepción de la torre. Eran para mi amigo, el director general de BBVA, Eduardo Osuna Osuna, y su atenta asistente Rocío García, respectivamente, pero a la mera hora nos arrepentimos, no fueran a pensar que algo tratábamos de conseguir, cuando solo eran muestras de agradecimiento por favores recibidos con anterioridad, simples exvotos, pues. Después se las envío por mensajería.
De ahí nos encaminamos rumbo a las Puertas de Chapultepec, el monumento a los Niños Héroes y el mentado Castillo. Haría un cuarto de siglo que no nos parábamos por esos lares, desde que lo hicimos con los hijos cuando eran Niños anti-Héroes. ¡Qué maravilla! Los salones, los carruajes -tanto de Juárez como de Maximiliano-, la esplendorosa terraza, los aposentos de la emperatriz, los candiles, los jardines y el maravilloso museo que alberga el Castillo todo. Elena entró en éxtasis cuando divisó una navaja con cachas de madera perteneciente a Vicente Guerrero, su mero mole en nuestro negocio. Pero más nos extasió la maravillosa vista en 360 grados del Bosque de Chapultepec y la ciudad que lo circunda. Desde ahí contemplamos el restaurante de la noche anterior y desde ahí oteamos el Camino Real, adonde poco después nos encaminamos para echarnos tres cervezas, yo, y dos banderas (caballitos de limón, sangrita y tequila), mi media naranja, acompañados de una frugal botana.
Al día siguiente, miércoles, enfilamos con mi amigo Moreyra (ex IBMista) hacia el restaurante San Ángel Inn en el sur de la ciudad, donde nos reuniríamos con una mutua amiga, Patricia. El alcohol corrió a raudales (dos botellas de vino tinto, cervezas y tequila) y una reunión inolvidable que culminó en casa de Patricia y un par de carajillos por cabeza para cerrar la jornada. Moreyra y yo siempre nos hemos llevado fuerte, y en una de esas me dijo que me he jorobado mucho, que parezco viejito, a lo que le respondí que mientras la joroba sea por atrás no hay problema, pero que qué razón me daba él de la tremenda joroba que le salió por delante, esa tremenda panza de chelero, que su altura, que sobrepasa los dos metros, hace aún más evidente. Moreyra rió de buena gana y nos condujo de vuelta al hotel.
El jueves, después de desayunar en Le pain quotidien, nos fuimos a recorrer la milla a Masarik, huelga decir que a pie, y terminamos comiendo en Campomar, por recomendación de Moreyra. Restaurante, por cierto, ya presente también en León. Nos sirvieron un opíparo platón de suculentos camarones que nos dejó satisfechos hasta la noche, en que ya únicamente nos apersonamos en el lobby bar del María Isabel para refinarnos un par de margaritas por piocha y un delicioso platito de cacahuates garapiñados. Las bebidas nos pusieron de verdad muy contentos y nos retiramos de ahí felices rumbo al hotel.
Fuera de la ida al San Ángel Inn con Moreyra, todo lo demás fue a pie, ¿no es maravilloso?
El último día, viernes, ya había acordado con Elena que iríamos a comer al Alfredo di Roma, poco antes de que abordáramos nuestro transporte privado de regreso a León a las puertas de Presidente InterContinental, donde precisamente se encuentra ubicado el comedero. Aderezamos la pasta Alfredo de ella y mi filete a la sal con media botella de Protos, de Ribera del Duero. ¡Un festín!
Me cae que no hace falta más que buena voluntad para pasársela uno bien. ¡Gracias a la viiida, que me ha dado taaanto...! (Violeta Parra dixit).
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