Hace más de medio siglo solía ir con mi primo Lorenzo, cinco años mayor que yo, a presenciar los partidos de la Liga Mayor de futbol americano colegial, conformada por Chapingo, Poli Blanco, Poli Guinda y Universidad, a una sede alterna al Estadio Olímpico, el mal llamado Estadio de la Ciudad de los Deportes, que décadas después terminó llamándose Azul por ser la sede de un equipo de soccer de cuyo nombre no quiero acordarme. El cerrojazo de la temporada lo constituía el encuentro entre los Pumas de la Universidad y una selección del Poli conformada por los mejores jugadores del Guinda y el Blanco. Como buenos fanáticos de los auriazules, nos aposentamos en la tribuna destinada a los universitarios en un estadio lleno a su máxima capacidad, la mitad de la cual correspondía a los politécnicos, justo enfrente de nosotros.
Como era el final de la temporada, al medio tiempo se acostumbraba despedir a los jugadores que habían completado su “elegibilidad”, es decir, a quienes habían cumplido cuatro años seguidos de jugar en los emparrillados. Ambos grupos de jugadores, frente a su propia tribuna, eran objeto del homenaje de los aficionados que no cesaban de corear sus nombres y lanzar estentóreos Huelums y Goyas, según fueras politécnico o universitario.
Pero ocurrió lo insólito, la tribuna universitaria comenzó a llamar hacia sí a los jugadores del Poli que se despedían. Temiendo los insultos y las invectivas de los que éstos serían víctimas, sus fanáticos no paraban de increparnos y hacían lo indecible para impedir que sus ídolos se aproximaran a nuestra tribuna. Los jugadores politécnicos, desconcertados y temerosos, cruzaron el terreno de juego, incursionaron en territorio enemigo y permanecieron inmóviles ante nosotros. Mientras a lo lejos su tribuna intentaba acallarnos con un estruendo ensordecedor, de repente, para sorpresa de todos, Lorenzo y yo incluidos, estábamos ya coreando un estentóreo ¡Huélum! en honor de los rivales que se iban. La reacción de la tribuna opositora fue dramática: un silencio sepulcral que calaba el alma, seguida de una ovación cerrada ante el noble gesto universitario. Y así continuamos, con otros tres o cuatro Huelums más gritados a todo pulmón.
Pero ahí no paró la cosa, pues los politécnicos llamaron a los nuestros y, una vez que los tuvieron cerca, su tribuna no cesó de corear Goya tras Goya hasta completar no menos de diez, me cae, tan agradecidos estaban de nuestro espontáneo actuar. Yo no experimentaba más que un cosquillear en la piel, chinita y colorada, y sí, hasta alguna lágrima se me ha de haber escapado. ¡Qué bonito, carajo! Y de inmediato volvimos a lo nuestro, una vez que le hubimos agradecido a la porra del Poli, con silencios y ovaciones como ellos, esos diez Goyas: “¡Poli güey, clap, clap, clap… Poli güey, clap, clap, clap…!”.
Tal muestra de concordia en un ambiente de suyo tan hostil me sigue conmoviendo hasta la médula y haciéndolo evidente en mi piel. Obviamente, salimos del estadio, todos, reconciliados con la vida, disfrutando de la victoria y dejando atrás la derrota.
Todos habíamos triunfado en un ambiente lleno de pasión pero, sobre todo, de civilidad.
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