Coleccionista de agravios como era, el director del periódico local no podía ser la excepción como fuente de varios de ellos contra su persona, por lo que tomó la decisión sin pensarlo mucho. El primer problema sería conseguir una pistola lo bastante discreta como para burlar la endeble vigilancia en las instalaciones del diario. La consiguió con un amigo con el pretexto de mostrársela a un armero para que le consiguiera una igual y así hacer frente a la creciente inseguridad en la ciudad.
El siguiente escollo resultaba más difícil, habida cuenta de los agravios antedichos: conseguir una cita con el director del rotativo. Difícil, pero no insalvable, pues sólo era cuestión de armarse de cinismo y hablarle por teléfono para acordar un encuentro con el pretexto de rememorar los viejos tiempos cuando el “agraviado” escribía para el periódico y, en base a ello, tratar de limar asperezas, aun cuando dicho agraviado hubiese hecho hasta lo imposible en el pasado por hacer que la relación se volviese irreversible. No obstante, su cínica llamada resultó tan convincente que el director aceptó, intrigado, el ofrecimiento. Quedaron para un miércoles al mediodía.
Cuando se llegó la fecha, el agraviado ocultó el arma lo mejor que pudo debajo del cinto, junto al abdomen, y se presentó puntual a la cita. No representó ningún problema el guardia de seguridad que resguardaba el gran portón hacia los inmensos jardines del rotativo, pues éste ya tenía en sus registros marcada la visita del interfecto. Aparcó su auto en el gran estacionamiento y se dirigió a las oficinas. La pistola estaba tan bien disimulada bajo sus ropas que la secretaria no sospechó nada y lo anunció con el director, quien lo hizo pasar casi de inmediato.
El director lo invitó a sentarse enfrente de él al otro lado de su escritorio. Una vez que se hubo repantigado en el mullido asiento y después de intercambiar algunas palabras banales, el agraviado interrumpió el incipiente diálogo y dijo:
- Antes de empezar, permítame mostrarle -y moviendo su abdomen ligeramente hacia el frente y de manera muy discreta, desenfundó el arma.
Su interlocutor, al verla, quedó paralizado, y en su rostro se dibujó una mueca de terror indescriptible. Se hubiera arrojado al suelo pecho-tierra de buena gana, pero su temor de ser acribillado por la espalda en la nuca y su gran EGO se lo impidieron, y apenas pudo balbucear con voz trémula y casi inaudible:
- No cometa usted una locura, siéntese por favor y conversemos, quizá hasta pudiéramos hablar de su regreso a nuestras páginas y una buena paga.
- Es por demás -respondió el otro, sin dejar de apuntarle-, usted mejor que ningún otro conoce la situación, y yo he estado buscando al sujeto ideal al cual hacer responsable, mediante su testimonio, de no culpar a nadie más de la decisión que estoy tomando.
Acto seguido, el agraviado dirigió el cañón de la pistola a su propia boca y de un certero disparo en el velo del paladar, segó su vida, y se desplomó cuan largo era en las alfombras del despacho tiñéndolas de rojo y atragantándose con sus propios sesos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario