A finales de 1981, un amigo mío fue
enviado por la compañía internacional de mercadeo para la que trabajaba a tomar
un curso de un par de semanas en Lucerna, Suiza. Me invitó a que lo alcanzara a
la mitad de la segunda semana para emprender desde ahí un periplo europeo que
abarcaría Londres, París, Madrid, Santander (donde radicaba una tía de este
noble bruto de madre española) y vuelta a Madrid, todo, por avión, excepto el
viaje a Santander, que lo haríamos por tren.
Dicen que en los viajes se conoce realmente a los amigos, y desde un principio, éste dio señales en tal sentido. Todas las noches, sin excepción, se despertaba alrededor de las tres de la madrugada a orinar para, acto seguido, recostarse en su cama y fumar un cigarrillo. Ya imaginarán ustedes lo bien que todo esto le sentaba a alguien de sueño tan ligero como el mío. Y así, durante tres interminables semanas. Por supuesto, se negó a acompañarme al Santiago Bernabéu a presenciar el triunfo del Real Madrid sobre el Osasuna de Pamplona 1-0, cuando Hugo Sánchez todavía jugaba para el Atlético de Madrid, justo antes de obtener su primer Pichichi.
En fin, de vuelta en Madrid, después de visitar a su tía en Santander y callejonear de lo lindo por la zona universitaria de esta ciudad donde ligamos a tres lindas criaturas, fuimos a un restaurante que me habían recomendado mucho, La Gran Tasca, Ballesta número 1, en pleno centro de la capital española. Tras un atracón con cocido español y vino tinto, nos retiramos y, una vez en la acera, nos percatamos que estábamos al inicio de la zona roja más conocida de Madrid. Manolo, mi amigo, que como se habrán percatado ya, no se andaba con rodeos, decidió internarse por las callejuelas y me conminó a que entráramos a alguno de los tugurios que por ahí pululaban. Como yo me negara, insistió y me dijo que bien podría permanecer en la barra tomando un trago mientras él indagaba qué “más”.
Así lo hicimos, y de inmediato se enganchó con una dama. Se notaba que el pobre había permanecido fuera de casa durante más de un largo mes. Como lo prometí, yo me senté a la barra y ordené un trago, pero de improviso se me acercó una linda chiquilla de ojos esplendorosos y de no más de 22, 23 años de edad, y se dio el siguiente diálogo:
- Hola, ¿vienes solo? -preguntó ella con pretendida ingenuidad.
- No, vine con un amigo, pero ahorita está ocupado -le respondí inquieto.
- Ah, ya, ¿y no te gustaría ocuparte a ti también? -añadió, con ese acento español tan irresistible y lúbrico en una personita de tales características.
- No, te lo agradezco, pero eso no impide que te diga que tienes los ojos más maravillosos que yo haya visto nunca -le respondí con pretendida ingenuidad y cabal sinceridad.
- Vale, te corro una pajuela con ellos, ¿quieres? -me invitó con absoluto descaro.
No pude evitar una franca carcajada, y sólo concluí:
- De veras te lo agradezco, pero lo que sí quisiera es besarte en la mejilla.
- Perfecto, sin ningún problema, cortesía de la casa -y, poniendo la mejilla, se marchó una vez que le hube dado el beso más dulce que hasta entonces recordaba.
Y vuelta a la realidad: Manolo estaba de regreso.
- Y ora tú qué, ¿siempre no? -le inquirí.
- No, güey, ya -me ladró.
- ¿Ya qué, pinche Manolo?
- Pues ya, ya, cabrón, te acompaño con una cuba y nos vamos de aquí, estoy completamente saciado.
No en balde mi amigo afirmaba que él conocía únicamente dos tipos de mujeres: las que cogen y las muertas, pero por eso un amigo en común opinaba a sus espaldas que era chingón ir a ligar chicas con él, pues mientras Manolo les caía, uno escogía. O sea, muy empático con las mujeres, no era. Por lo mismo, vivía solo hasta hace todavía poco, a los casi 70.
Y fue así como transcurrió mi primera vez… en Europa.
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