En 1960, siendo yo un chiquillo de
escasos diez años de edad, cuando el autobús escolar que me transportaba al
Colegio Cristóbal Colón transitaba por la calle Antonio Caso de la colonia San
Rafael en la hoy Ciudad de México, poco antes de doblar a la izquierda sobre
Sadi Carnot donde se encontraba la escuela, presencié una escena que me marcó
de por vida: justo enfrente de la funeraria Tangassi, inmaculadamente pintada
de amarillo canario, un hombre ensangrentado y con pistola en mano le disparó a
otro a quemarropa, matándolo al instante
y dejándolo tendido sobre el pavimento a media calle, mientras que un
compañero del asesino, igualmente ensangrentado, lo tomó por la cintura y lo
condujo lejos de ahí, recargándolo contra la pared de la casa mortuoria, que
también se tiñó de rojo, y conteniéndolo con ambos brazos para que no disparara
más contra su rival, ya que aún mantenía el arma en su diestra.
Ya imaginarán ustedes la escandalera que
se armó en el camión atestado de chamacos de no más allá de sexto año de
primaria, pues entonces sólo estábamos acostumbrados a estas escenas en las series
de televisión, que a muchos, por cierto, nos las tenían prohibidas. De
cualquier manera, como digo, a mí me marcó y aún en la actualidad la percibo
nítidamente en la memoria como si hubiese ocurrido hace apenas unas horas.
Quizá fuese necesario que cada uno de nosotros pasáramos por una experiencia
similar para aquilatar lo que significa la pérdida sin sentido de una vida
humana. Por supuesto, el incidente fue la comidilla del día en la casa cuando
el autobús me hubo regresado a primeras horas de la tarde para el lunch, antes
de regresar de nuevo a clases. Morbosamente esperé a pasar otra vez enfrente de
la funeraria para ver si todavía quedaban rastros del crimen, y sí, ahí seguían
las manchas de sangre sobre la pared. Al día siguiente leí en el periódico que
la disputa se había originada por un detalle baladí. Una muerte innecesaria,
pues.
Pero lo que se vive ahora en Guanajuato
es espeluznantemente peor, más que nada porque nos ha dejado de importar.
Imaginar una tragedia como la que a mí me tocó presenciar de niño multiplicada
por 26 (27, por la muerte que se dio con posterioridad), como ocurrió hace unos
días en un anexo para adictos en Irapuato, supera cualquier capacidad racional.
Más aún si el incidente baladí de mi vivencia infantil alcanza en este caso los
límites de una demencia diabólica, como el de matar a 26 porque de seguro se
encuentran entre ellos los cinco que se quiere ejecutar, según algunas
versiones. O como apunta el experto en seguridad Alejandro Hope: matar a pocos
(¿menos de quince?) no implica mayor riesgo para sus ejecutores, pues se toma
como una disputa del día con día, pero una masacre como la de Irapuato
implicaría el envío de una señal de un grupo poderoso que está tratando de
adueñarse de la plaza. Sinsentido e impunidad, simple y llanamente.
Desgraciadamente hay otros a los que no
les ha dejado de importar, pero en el peor sentido de la frase. Al día siguiente
de la masacre, la primera plana del periódico local la ocupó, casi en su
totalidad, una amarillista foto de los cuerpos hacinados de los 26 acribillados
entre ríos de sangre, literalmente. La indignante y ofensiva imagen, junto con
un título ad hoc, les ha de haber redituado pingües ganancias a los dueños del
diario, a través del fácil recurso de explotar el morbo. ¡Qué asco!
Fuera del morbo, a poco de escuchada o
leída la noticia, nos olvidamos de la tragedia casi al instante. No importa que
un par de días después en Apaseo el Alto, casi al mismo tiempo en que el Fiscal
General del Estado, el inepto Carlos Zamarripa Aguirre (con más de diez años en
el puesto, primero como procurador y ahora como abogado general), comparece
ante el Congreso local, cinco policías (tres hombres y dos mujeres) sean
acribillados y muertos en su patrulla y dos compañeras más queden gravemente
heridas. Los policías huían en su vehículo perseguidos por el de sus verdugos
(¡el mundo al revés!), pero el conductor del transporte policial perdió el
control, quedando este volcado sobre su costado izquierdo, momento que los
maleantes aprovecharon para bajar del suyo y disparar alrededor de cien tiros
de armas de grueso calibre sobre el parabrisas y la carrocería.
Tampoco importa que Guanajuato registre
75 asesinatos en los primeros cuatro días de julio de 2020 y que ostente el
poco honroso título de más crímenes dolosos en el año en todo el país. Y digo
que no importa porque ahí siguen el anteriormente citado fiscal, que alega que
la criminalidad no es su responsabilidad, sino la investigación de los crímenes,
y el Secretario de Seguridad, Álvar Cabeza de Vaca Appendini, que, obviamente,
no podría alegar lo mismo. Ambos con más de una década en sus respectivos
puestos y a quienes yo he bautizado como Los Hermanos Lelos, en recuerdo de
aquella pareja interpretada por Los Polivoces, comediantes casi tan antiguos
como el Fiscal y el Secretario. Y el gobernador del estado, Diego sinhue… (así,
con minúscula y puntos suspensivos), que alega que no está dentro de sus
atribuciones remover a Zamarripa, aunque de Álvar, principalísimo responsable,
no le alcance para alegar nada porque
ese sí es su responsabilidad total. Además, como si no fuera suficiente con que
le “recomendara” a Zamarripa que renunciara.
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