lunes, 15 de junio de 2020

Eterna gratitud

La organización de los primeros maratones internacionales de la Ciudad de México dejaba mucho que desear. Yo corrí los dos primeros, en 1983 y 1984. El segundo resultó especialmente dramático para mí, pues “competí” prácticamente sin haberme preparado para ello, por lo que durante el trayecto, además de correr, troté y caminé durante un buen trecho. Sin embargo, lo que más me afectó fue la tremenda sed que me invadió faltando unos diez kilómetros para terminar. Había agotado todas mis reservas corporales de agua y traía la boca tan seca como un trapo expuesto al sol. Los puestos oficiales de abastecimiento habían agotado por completo sus existencias debido a la pésima planeación, a pesar de que todavía cruzaban enfrente de ellos decenas de corredores.

De repente, cuando caminaba, divisé la salvación a unos metros de mí: una familia colocaba encima de unos huacales de madera grandes garrafas de jugo de naranja, pero cuando me acerqué a suplicar por un poco del líquido, me lo negaron inmisericordemente, pretextando que era para un pariente que no tardaba en pasar por ahí, nada les importó que yo estuviera a punto del colapso. Únicamente les deseé que ojalá nunca tuvieran en su vida una sed como la que a mí me devastaba en aquellos momentos, y seguí adelante. Alcancé a ver cómo se dibujaba en la cara de alguno de ellos la mueca de un inclemente sentimiento de culpa.

Viene a mi memoria cómo años después, el domingo 4 de octubre de 1987, cuando corría el maratón de Berlín, en un puesto de abastecimiento perfectamente surtido y sin detenerme por completo, pues nunca me ha gustado perder el paso para menesteres que sólo lo desconcentran a uno, pepené una botellita en forma de pino de boliche del tamaño del puño de la mano, con una bebida energizante de sabor limón deliciosa, pero por las prisas, se me cayó. Ignoré el percance y continué corriendo. En eso, un chavo del público salió disparado por fuera del trayecto de la competencia como queriendo ganarnos a todos. Pensé: a ese paso este cuate no va a aguantar y se va a detener treinta metros adelante de nosotros. En efecto, ahí fue donde lo encontré, pero no para presumir su hazaña, sino para ofrecerme dos botellitas del vital líquido, pues se percató que yo me había quedado con las ganas un poco antes y se esforzó generosamente por mí. Igualito que en México.

Es increíble cómo estos pequeños detalles lo marcan a uno indeleblemente y de por vida. Con frecuencia invoco la imagen de esta persona y se lo vuelvo a agradecer desde lo más profundo de mi alma.


Imposible también dejar de establecer un parangón con el tiempo que nos está tocando vivir. Como a mí en aquel infausto maratón, nos están prácticamente viendo desfallecer… y nada, la ayuda no llega, ya sea por simple mezquindad o franca estupidez, pero ni de aquí ni de allá fluye la liquidez que nos permita continuar en la brega, a diferencia de países del Primer Mundo, donde se ha inyectado a la economía 10, 20 y hasta 30% de su PIB. Aquí no llegamos ni al 1, preferimos guardar nuestro juguito de naranja para el familiar que quizá ya hasta abandonó la competencia.

No me cabe la menor duda: todo lo anterior representa una profunda diferencia idiosincrásica.

En fin, yo lo único que quería era agradecer oficialmente y por escrito a aquel joven su desinteresada generosidad al tenderme su mano amiga hace más de treinta años, ya que, como dije, nunca lo he hecho más que con el recuerdo.

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