De repente, cuando caminaba, divisé la
salvación a unos metros de mí: una familia colocaba encima de unos huacales de
madera grandes garrafas de jugo de naranja, pero cuando me acerqué a suplicar
por un poco del líquido, me lo negaron inmisericordemente, pretextando que era
para un pariente que no tardaba en pasar por ahí, nada les importó que yo
estuviera a punto del colapso. Únicamente les deseé que ojalá nunca tuvieran en
su vida una sed como la que a mí me devastaba en aquellos momentos, y seguí
adelante. Alcancé a ver cómo se dibujaba en la cara de alguno de ellos la mueca
de un inclemente sentimiento de culpa.
Viene a mi memoria cómo años después, el
domingo 4 de octubre de 1987, cuando corría el maratón de Berlín, en un puesto
de abastecimiento perfectamente surtido y sin detenerme por completo, pues
nunca me ha gustado perder el paso para menesteres que sólo lo desconcentran a
uno, pepené una botellita en forma de pino de boliche del tamaño del puño de la
mano, con una bebida energizante de sabor limón deliciosa, pero por las prisas,
se me cayó. Ignoré el percance y continué corriendo. En eso, un chavo del
público salió disparado por fuera del trayecto de la competencia como queriendo
ganarnos a todos. Pensé: a ese paso este cuate no va a aguantar y se va a
detener treinta metros adelante de nosotros. En efecto, ahí fue donde lo
encontré, pero no para presumir su hazaña, sino para ofrecerme dos botellitas
del vital líquido, pues se percató que yo me había quedado con las ganas un
poco antes y se esforzó generosamente por mí. Igualito que en México.
Es increíble cómo estos pequeños
detalles lo marcan a uno indeleblemente y de por vida. Con frecuencia invoco la
imagen de esta persona y se lo vuelvo a agradecer desde lo más profundo de mi
alma.
Imposible también dejar de establecer
un parangón con el tiempo que nos está tocando vivir. Como a mí en aquel
infausto maratón, nos están prácticamente viendo desfallecer… y nada, la ayuda
no llega, ya sea por simple mezquindad o franca estupidez, pero ni de aquí ni
de allá fluye la liquidez que nos permita continuar en la brega, a diferencia
de países del Primer Mundo, donde se ha inyectado a la economía 10, 20 y hasta
30% de su PIB. Aquí no llegamos ni al 1, preferimos guardar nuestro juguito de
naranja para el familiar que quizá ya hasta abandonó la competencia.
No me cabe la menor duda: todo lo
anterior representa una profunda diferencia idiosincrásica.
En fin, yo lo único que quería era
agradecer oficialmente y por escrito a aquel joven su desinteresada generosidad
al tenderme su mano amiga hace más de treinta años, ya que, como dije, nunca lo
he hecho más que con el recuerdo.
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