lunes, 25 de mayo de 2020

Terror

El bardo mexicano David Huerta, premio FIL de Literatura en Lenguas Romances 2019, hijo de quien diera nombre a la librería del Fondo de Cultura Económica en León, Guanajuato, el también poeta Efraín Huerta, recomienda vehementemente el libro El colgajo, de Philippe Lançon, uno de los sobrevivientes del atentado terrorista contra el semanario satírico francés Charlie Hebdo en París el 7 de enero de 2015, justo cuando estaba a punto de partir a la prestigiada Universidad de Princeton para una estancia de un año. El título hace referencia al injerto de peroné de su pierna derecha que se le practicó en la mandíbula, poco después del ataque, para reconstruírsela. Escribió el texto tres años después, en 2018.

La recomendación es por demás pertinente, ya que Lançon plasma en la obra muchas de sus vivencias en el Pitié-Salpêtrière y Los Inválidos, hospitales en los que estuvo recluido varios meses -nueve en total, unas veces yendo de uno a otro, pero con una etapa larga de rehabilitación (siete) en el segundo-, y lo hace desprovisto de todo patetismo, aunque no por eso deje de derramar algunas lágrimas a espaldas de los otros en ciertas escasas ocasiones y a veces hasta llorar sin derramarlas. Se aviene más bien a una objetividad conmovedora, probablemente no para él, pero sí para quien lo lee.


A pesar de ser un individuo con una cultura, hasta donde se ve, envidiable, como muchos otros europeos comunes y gente civilizada del Primer Mundo; a pesar de haber entrevistado y platicado con personalidades tales como Mario Vargas Llosa, Jorge Edwards y Michel Houellebecq; a pesar de haber sido galardonado hasta antes del atentado en un par de ocasiones como escritor y periodista, a pesar de todo ello, digo, Philippe Lançon hubiera sido casi un desconocido si no hubiese corrido con la “suerte” con la que corrió aquel trágico 7 de enero. Suena a humor negro, pero creo que es verdad.

Ahora, en cambio, con la descripción que hace en su libro del crimen perpetrado por un par de imbéciles, como él mismo llama a los islamistas que lo llevaron a cabo, pero, sobre todo, con el relato de las experiencias de primera mano vividas en el hospital y los múltiples otros temas en los que se explaya a lo largo del texto, sean estos sobre relaciones interpersonales con familiares, amigos, pacientes, médicos y hasta el presidente de la república François Hollande, ahí mismo en el nosocomio o en las salidas que tuvo oportunidad de hacer mientras se recuperaba, o sean ellos sobre música, literatura, pintura (una de sus grandes pasiones; la del español Velázquez, por ejemplo), filosofía o cualquier otro tópico, su fama se ha incrementado a tal punto que no sólo fue invitado por la Universidad de Yale a dar una conferencia magistral en enero de 2020, sino que antes también lo hizo la de Princeton en noviembre de 2015 para sostener un diálogo público sobre democracia y terrorismo con Mario Vargas Llosa, al que leía desde hacía treinta años y del que reseñaba sus libros desde hacía quince, y a quien, sobre todo, admiraba, especialmente por “haber sabido narrar los delirios nefastos de la ideología.”

La descripción que hace del atentado es impactante y conmovedora, pues no perdió el conocimiento en ningún momento y fue testigo “privilegiado” de cuanto ocurrió a su alrededor. A él le sorrajaron varios disparos, pero el principal fue uno en la mandíbula que le desfiguró la cara y le hizo perder varias piezas dentales. Los sesos de uno de sus queridos colegas, Bernard, quedaron expuestos muy cerca de donde él yacía fingiéndose muerto, pues notó las piernas cubiertas de negro de uno de los asesinos y temía que se le aproximara para rematarlo. Fue una sangrienta masacre donde únicamente sobrevivieron tres de ellos, el propio Philippe, y Simon y Fabrice, con quienes después coincidiría en Los Inválidos. Cuando todo hubo pasado, llegaron compañeras que no se encontraban en la sala en el momento que los asesinos arribaron y una de ellas auxilió a Lançon lo más que pudo, entre otras cosas, avisándole a su hermano y, por intermediación de éste que se encontraba en Niza en viaje de negocios, a sus avejentados padres.

Philippe describe cómo lo levantaron en vilo sobre una camilla para sortear todos los cadáveres con los que los camilleros se toparon, lo subieron a una ambulancia y lo condujeron al hospital, y más no supo, hasta que a la mañana siguiente lo despertó un dulce olor a café. Y aquí apenas empieza la historia.

En el hospital someten al pobre hombre a toda clase de tormentos: le curan e inmovilizan la mandíbula, le practican una traqueotomía, lo alimentan directamente al estómago mediante una punción, pues, obviamente, no puede comer, tampoco beber ni hablar. A partir de entonces aprenderá a comunicarse mediante una pizarra. Necesita ayuda para todo. Su hermano jugará un papel fundamental en todo esto. Lo visitan sus padres, sus amigos, su ex esposa, su novia Gabriela (chilena, radicada en Nueva York y en proceso de divorcio) y hasta el presidente de Francia.

Uno de los personajes principales de la trama es la cirujana de Lançon, Chloé, con quien llega a establecer una relación entrañable, a pesar de altas y bajas en el transcurso de la misma. Como es una mujer altiva, de carácter, con mucha prestancia y guapa, impresiona hasta al mismísimo François Hollande, que coincide con ella en la visita que le hace al periodista. El presidente impresiona a Philippe por su pulcritud, pero Chloé le “hace tilín” –dice el traductor- a Hollande por su belleza. Cuando ambos, Lançon y Hollande, vuelven a coincidir en un acto social fuera del hospital en un  de las salidas de aquel, el segundo le pregunta al primero que si sigue con su cirujana. Ante la respuesta afirmativa del periodista, el presidente le dice que qué suerte tiene, a lo que Philippe responde, aunque sólo mentalmente, que con gusto intercambiaría su suerte por la del mandatario.

Philippe Lançon, que paralelamente escribe para Libération, defiende sobre todas las cosas  su libertad y la capacidad para burlarse de todo y de todos, especialmente de sí mismo y, por qué no, hasta de las divinidades, que a la postre fue lo que llevó a los colaboradores de Charlie Hebdo a ser masacrados inmisericordemente por un par de fanáticos, que no cesaban de repetir su conocido mantra Al·lahu-àkbar… Al·lahu-àkbar (Alá es el más grande… Alá es el más grande), mientras acribillaban “infieles”. Cómo no tildar más que de imbéciles a tipos así.

Fanáticos que parecería que no afloran por estos lares, pero quién sabe, ya que relata David Huerta que a cuantos amigos se acercó para recomendarles El colgajo, le sacaban la vuelta con un despectivo: “Ah, ¿son esos que atacan a Mahoma y los islamistas?, no me interesa”, y lo dejaban con un palmo de narices. Mucho me temo que estos fanáticos abunden en todas las religiones y en todos los países del mundo. Mejor ni buscarle. Curiosamente fue su hija, lectora empedernida, quien se lo recomendó a él, que, fascinado, hizo extensiva la recomendación a sus lectores.


Es encomiable el valor de Philippe no sólo por meterse con quien “no debía” –o por lo menos haber sido “cómplice” de quienes sí lo hacían, ya que él no es caricaturista, sino articulista, y primordialmente de temas culturales-, sino para superar la inmensa tragedia (no sé si desde el punto de vista de él, pero indudablemente sí desde el mío) física, mental y emocional que le tocó vivir y que llegó a poner en riesgo incluso su vida estando ya hospitalizado. En todo caso, las múltiples cirugías a las que fue sometido, las penosas complicaciones postoperatorias y las correspondientes y exhaustivas terapias de rehabilitación, le hicieron, en un momento dado, llegar a desear la posición de Hollande y no la que el destino le deparó.

Por otro lado, dos policías puestos por el gobierno, cada uno con su Bereta al hombro, hacían guardia permanentemente frente al cuarto del escritor en el hospital o lo trasladaban en su patrulla cuando ya pudo hacer salidas o lo seguían cuando era alguien más el que lo transportaba en su vehículo. No lo dejaban ni a sol ni a sombra, las 24 horas del día, en turnos de ocho e iban discretamente detrás de él hasta las puertas del quirófano, vigilando constantemente.

Lançon habla frecuentemente de Proust y su Tiempo perdido, de Kafka y sus Cartas a Milena, y de Mann y su Montaña Mágica, así como de Bach y otros clásicos de la música. Frecuentemente se enfilaba al quirófano con la obra de alguno de estos gigantes para, mientras esperaba su turno para ser intervenido, ponerse a leer, en el caso de los primeros, o bien, aun durante la cirugía misma, cuando sólo se le aplicaba anestesia local, escuchar las fugas del segundo.

Las Cartas a Milena llegaron a manos de Lançon como obsequio de su amiga y jefa de sección en Libération, que lo encontró en quirófano cuando lo visitó y por tanto le dejó el libro con una cariñosa nota escrita sobre el libro mismo, pues no disponía de otro medio. Desde entonces, éste se convirtió en “un talismán del que, de habitación en habitación, de casa en casa y de país en país no me he separado nunca”. En él, a propósito de cualquier cosa, Kafka termina hablando de la enfermedad: “Pero primero y ante todo, urge tumbarse en un jardín y sacar de esa enfermedad, sobre todo cuando no es propiamente enfermedad, la mayor dulzura posible. Hay mucha dulzura en ella.”

“Yo no podía eliminar la violencia que me habían infligido –contra argumenta, a su vez, Lançon-, ni tampoco aquella que trataba de mitigar los efectos de la primera. Lo que sí podía hacer, en cambio, era aprender a convivir con ella, a domesticarla buscando, como decía Kafka, la mayor dulzura posible. El hospital se había convertido en mi jardín. Y, mirando a las enfermeras, a las auxiliares, a los cirujanos, a la familia y los amigos  en aquel servicio de urgencias en el que todo el  mundo se quejaba y se peleaba, en el que la crisis era el estado natural de los pacientes y del personal sanitario, notaba que la dulzura kafkiana existía, pero que no era más blanda que una piedra y que encontrarla dependía de mí.”

El final del libro (Epílogo) no podía ser más triste y dramático. En noviembre del mismo año del atentado (2015), Philippe, ya rehabilitado, se embarca rumbo a Nueva York para visitar a su novia Gabriela, que finalmente había conseguido el divorcio. El día 13, caminando junto a ella rumbo a Broadway, el escritor recibe una llamada en su celular de un ex colega en Libération ahora radicado en Nueva York. Le informa escuetamente del sanguinario ataque terrorista en el Bataclan, que, como ahora sabemos, no fue uno, sino una serie de actos perfectamente coordinados y ejecutados en todo París, pero que en el referido teatro dejó alrededor de 130 víctimas mortales y 300 heridos.

“Aquella noche –concluye Philippe Lançon- miré las luces de la ciudad y no dormí. Sobre la una de la madrugada recibí un SMS de Chloé. ‘Estoy feliz de saberlo lejos. No tenga prisa por volver.’”

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