domingo, 26 de abril de 2020

¡Te huele el sope!

En junio de 1992, cuando Caro recién había cumplido un año de edad, fui enviado por IBM a su laboratorio en La Gaude, Francia, justo en medio y a tiro de piedra de Vance y Niza, en la Costa Azul francesa. Al principio, quien sería mi jefe ahí, un inglés, Ronald Davis, quería que fuera solo, pero como mi estancia sería de tres meses en dicho laboratorio y tres semanas adicionales en un curso de consultoría en La Hulpe, Bélgica, muy cerca de Bruselas, me negué en redondo y exigí ir con mi familia, entonces conformada solamente por la susodicha Carolina y Elena. Recuerdo que le dio mucha risa a Ronald cuando le dije que entendía yo que lo que se me ofrecía era un trabajo, no un secuestro. Nos consiguieron, para vivir, la planta baja de una mansión con todo y alberca, y ahí mismo residían los dueños, en la planta alta, con absoluta independencia de nosotros y una vista maravillosa del pueblito de Vance.

En el ínter, se cruzaron las olimpiadas de Barcelona y solicité que se me concediera un fin de semana largo, de viernes a lunes, para asistir a algunos eventos. Como preámbulo, el dream team original, sí, sí, el de Jordan, Magic, Bird, Ewing, Barkley, Drexler, Robinson, Pippen, Malone, Mullin, Stockton y Laettner, jugaría un partido de exhibición contra el equipo olímpico francés, precisamente en Niza. Ni tardos ni perezosos fuimos allá un sábado y conseguimos tres boletos de a cien dólares cada uno (¡hasta Caro pagó!) para el encuentro de la siguiente semana. Y ahí tienen a la chiquilla, el esperado día del duelo, gritando y aplaudiendo como gran conocedora, pero impulsada realmente por el entusiasmo que percibía a su alrededor.

Mientras tanto, se llegó el día de partir a Barcelona, donde también a sobreprecio logramos colarnos al estadio olímpico, en el que la niña estuvo igual de entusiasta que en el básquet.

Y pian pianito terminó nuestra estancia en Francia, de donde partiríamos a Bruselas para pasar los últimos días juntos, pues las tres semanas de curso en La Hulpe, obviamente, sí tendría que chutármelas yo solo. Estando ahí, en Bruselas, contacté a un amigo de Lieja, Fernand Biname, que había conocido un par de años antes en Raleigh, Carolina del Norte, mientras trabajaba para IBM y donde concebimos y nació la multicitada Caro. Fernand quedó muy complacido con mi llamada y ¡nos invitó a la boda de su hija!, que casualmente contraería matrimonio el sábado siguiente.

Llegado ese día, nos vestimos con nuestras mejores galas y partimos en tren rumbo a Lieja. De la iglesia nos desplazamos, junto con nuestros anfitriones, al lugar donde se llevaría a cabo el ágape, y no después de mucho empecé a notar ese olor europeo tan característico y que en una concurrencia más o menos nutrida se hace todavía más notable. No me importó para nada, al contrario, me hizo sentir aún más en ambiente. Estaba yo feliz y exultante, dándole duro al bailongo con Elena, quien hasta se atrevió a lanzar de su ronco pecho el Cielito Lindo, ante la sorpresa y casi susto de su pequeña hija, que la volteó a ver con ojos desorbitados, y a la que tenía en ese momento sentada sobre sus piernas. Ya para entonces el olor se había apoderado totalmente de mis fosas nasales, pero siguió sin importarme, aun menos que antes. Me dio incluso por bailar con otras damas y me decía discretamente para mis adentros: qué barbaridad, hasta de las mujeres emana este “divino” efluvio.


Para no perder el tren de regreso, pasada ya la media noche, tuvimos que despedirnos de nuestros amigos, Fernand y Chantal, así como de los novios y demás invitados. Fuertes abrazos, apretones de manos y hasta besos. Igualito que ahora.

Ya en el tren, donde Carolina iba echando un desmadre de aquellos, pues había dormido como lirón toda la tarde y era la diversión de un viejito y dos chicas que viajaban junto con nosotros en el mismo vagón (se les escondía, y al hacerse la aparecida otra vez, soltaba una carcajada de tarabilla tan contagiosa que nos hacía, a su vez, morirnos de la risa a todos), empecé a notar que traía yo impregnado en las narices el mentado olor. Lo que es estar acostumbrado a lo “malo”, ¿verdad, Elena?- le dije a mi mujer-, estos cuates ya ni se dan cuenta de su olor, pero yo lo traigo metido hasta la médula. De súbito, me vino un flashback y de inmediato dirigí mis narices, todas ellas, hacia mis axilas: ¡era yo el que hedía! Angustiado y queriendo negar la realidad, le rogué a Elena que me sacara de mi error oliéndome el sobaco y confirmando que los europeos eran los culpables. “¡Guácatelas, Amorcito, te huele el sope!”, fue lo que obtuve por toda respuesta. Quería yo arrojarme a las vías del tren, ¡qué vergüenza! El flashback me trajo a la memoria el matinal momento en que Caro estaba a punto de darse un madrazo y, para evitarlo, arrojaba yo el desodorante a no sé dónde, y entre el susto y el subsecuente consuelo, ya no supe de mí y mi aseo íntimo.

Mis amigos europeos han de haber pensado: “Estos pinches mexicanos, además de machos, perezosos y pendencieros, fodongos. ¡Cómo les chilla la ardilla!”.

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