sábado, 27 de julio de 2019

¡Qué buen chiste!

Una de mis responsabilidades cuando trabajé para IBM en Estados Unidos era recorrer el mundo para hablarles a otros ingenieros de sistemas de todos los países sobre las bondades de los productos que estaba desarrollando la compañía precisamente en el lugar donde yo me encontraba, el laboratorio de desarrollo de software de telecomunicaciones en Raleigh, Carolina del Norte, donde, poco después, nacería mi hija del mismo nombre.

Pues bien, en 1990, después de haber impartido mi curso en Hamburgo, Alemania, para especialistas de toda Europa, regresé a Raleigh, para de ahí volar a Sao Paulo a hacer otro tanto con ingenieros de Sudamérica, de donde regresé a Carolina para impartir el curso localmente a técnicos de la Unión Americana. Días después volé al aeropuerto de Narita en Tokio, vía Dallas, para hacer lo propio con profesionales japoneses. De aquí, todavía volaría a Singapur a impartir mi clase ahí, y terminar mi largo periplo en Sídney con gente de Oceanía.

Pero, para no cansarlos, me quiero detener en Tokio, adonde llegué después de un larguísimo trayecto de más de catorce horas, cuando todavía se permitía fumar en los vuelos, habiendo tenido la “fortuna” de que se me asignara un lugar en la última fila de la sección reservada a los no fumadores, que para mí significó un tormento, pues justo atrás de donde yo me senté, ya en la sección de fumar, se encontraban dos japoneses que, ¡se los juro!, no dejaron de fumar un solo instante durante las catorce horas del viaje, convirtiéndome en un fumador pasivo crónico, susceptible de adquirir el vicio después de tan extenso trayecto.

En fin, llegando a Tokio me sentí aliviado, tomé el autobús rumbo al hotel y me dispuse a impartir mi curso un par de días después. Obviamente, la clase tenía que ser impartida en inglés durante tres días y me aterrorizaba el hecho de tener que hacerlo frente a gente tan inexpresiva que no sabes si te está entendiendo. No obstante, me llené de valor y comencé la aventura.

Y en lo dicho, las caras de tótem de mi audiencia no me inspiraban ninguna confianza, por más que yo me esmeraba en hablar pausadamente y en inquirir en todo momento que si estaba siendo claro, a lo que los diplomáticos japoneses asentían con toda cortesía. Aun así, para mitigar un poco la embarazosa tensión, no pude resistir el prurito de lanzar un chascarrillo a mitad de la plática del segundo día, al que los tímidos japoneses respondieron con no menos tibias sonrisas y yo con un terrible sentimiento de “trágame tierra”, lo que me llevó a pedirle al coordinador local, también japonés y con un dominio del inglés menos malo que el de sus colegas, que se sintiera en libertad de explicar el “chiste” a los compañeros en su propio idioma. Lo cual hizo gustosísimo.

Se había obrado el milagro: la audiencia explotó en una estruendosa risotada y, felices todos, continuamos con el curso. No obstante, dudando de mi propia aportación, aproveché el coffee break para felicitar a mi traductor por su genial trabajo, ya que sentía que mi chiste, aunque bueno, no imaginaba yo que pudiera tener una acogida tan feliz como la manifestada por sus compañeros. El interpelado, japonés al fin, y con esto quiero decir honesto a carta cabal, además de conocido mío de tiempo atrás, me respondió:

-Mira, tu cuento yo tampoco lo entendí muy bien, pero como la situación se estaba volviendo bastante penosa, tuve que decirles a mis colegas, después de platicarles tu chiste: “Y este pendejo quiere que se rían de su estupidez”, y por ello han estallado en tremendas carcajadas.

Ignoro cómo fue que aguanté día y medio más ante un auditorio que se había burlado de lo lindo de su expositor. Pero aguanté, y prometí no otorgarme libertades semejantes en Singapur y Sídney, donde afortunadamente hablan un mejor inglés.

No hay comentarios: