miércoles, 17 de julio de 2019

Archivo muerto

Una referencia bibliográfica a la obra El hombre sin atributos, de Robert Musil, me hizo acudir a la Biblioteca Central Estatal Wigberto Jiménez Moreno, del Forum Cultural Guanajuato. El libro, en dos volúmenes, consta de más de un millar y medio de páginas y Musil murió en 1942 sin concluirlo, a pesar de haberle dedicado buena parte de su vida. No obstante, la novela es mención obligada en las listas de los mejores libros de todos los tiempos. Antes que a la biblioteca, y como ya es costumbre en mí durante los últimos varios años, accedí a los sitios de Amazon y Google buscando la versión electrónica del escrito, pero ninguno de los dos la ofrecía.


Me avergüenza confesar -después de 16 años viviendo en León, que cumplí el miércoles pasado, 17 de julio- que hace apenas quince meses me hice socio de la mencionada biblioteca, aunque ya con anterioridad la había visitado en diversas ocasiones, así que consultando su catálogo en línea me enteré que tenían dentro de su acervo la ansiada obra y, sin más, me lancé por ella. Sin embargo, no me percaté, a pesar de que la información en Internet lo indica claramente, que la obra está “en reserva”, es decir, existe solo una copia del material y, por lo mismo, esta no puede abandonar el recinto. Un rápido cálculo me permitió estimar que tendría que acudir a la biblioteca entre dos y tres meses diariamente, a razón de 25-30 páginas por sesión, los cinco días hábiles de la semana, para concluir la novela. Digo, porque no nada más se trata de leerla, sino de entenderla cabalmente, y Musil posee un estilo un tanto obscuro y difícil.

En fin, me iba a salir más caro el caldo que las albóndigas, entre desplazamientos, pago de estacionamiento y, lo más valioso de todo, tiempo. Así pues, decidí buscar el libro por todo León y alrededores, pero fracasé, y me olvidé mejor del asunto. Tan fácil que hubiera sido que me prestaran el ejemplar único de la biblioteca hasta por las tres consabidas semanas y que yo manejara mi ritmo de lectura en casa, y así con los dos volúmenes, uno tras otro, sin acaparar ambos. Quizá el tiempo de lectura pudiera reducirse de esta manera a la mitad, pero no, en la Wigberto Jiménez prefieren mantener este archivo muerto, pues sinceramente dudo que haya alguien más que decidiera someterse al viacrucis que acabo de describir aquí. Y quién sabe cuántas más obras se encuentren bajo las mismas circunstancias, pues no es infrecuente toparse en el catálogo con la odiosa advertencia “en reserva”. Que con su pan se la coman.

Me olvidé, pues. Pero como todo en esta vida tiene sus ciclos, hace poco me volví a encontrar con la referencia y de nuevo consulté los catálogos de Amazon y Google, ¡y esta vez ambos la tenían!, y al mismo precio accesible que uno por lo regular encuentra en estos lugares. Además, la edición es de Seix Barral, muy pulcra, y dentro de su reconocida Biblioteca Formentor. Esta edición electrónica consta de 1853 páginas, que obviamente requieren de tiempo, pero ahora que la termine, ya la estaré comentando con ustedes, si no encuentro un tema mejor, pues siento que las reseñas de libros resultan, en general, muy tediosas, por no decir francamente aburridas.

Más que nada, lo que quiero destacar con este escrito es el absurdo de los préstamos bibliotecarios, ya que tal parece que se prefiere conservar estas obras inaccesibles al público, casi casi como incunables, cuando lo único que constituyen son archivos muertos que probablemente nadie, nunca, vuelva a leer. Vaya, oscurantismo mondo y lirondo.

Por ello mis opciones, antes de acudir a una biblioteca, son los libros electrónicos y las librerías, en ese orden. Además de que los de las bibliotecas parecen billetes en circulación, de tan manidos y sucios. El ejemplar de Musil, en la Biblioteca Central, es la excepción.

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