¿Por qué digo esto? Porque no debió
haber sido sencillo, ni mental ni emocional ni físicamente hablando, mantenerse
dando vueltas a la luna en la soledad, máxime cuando al hacerlo por su lado
oculto, ese que mi hija Caro me obligó mediante sangre sudor y lágrimas a
entender por qué se mantiene así, Michael perdía toda comunicación con el
centro de control de la NASA en Houston, Texas, en la Tierra y con sus
compañeros ahí abajo, en Selene. ¡Estaba prácticamente solo en el universo infinito!
Yo muero de la angustia nada más de imaginarlo.
Como ocurriría al año siguiente con la
visita de Kissinger a México, en el otoño de 1969, cuando los héroes de la
Apolo XI estuvieron en nuestro país, apenas dos meses después de su hazaña, mi
padre recibió la encomienda de la embajada americana, donde trabajaba como jefe
del departamento de transportación, de conducir a los astronautas, él en
persona, a un evento especialmente importante, no debería enviar a ninguno de
sus choferes.
Don Nicolás, sabedor ya de la devoción
que yo profesaba por mi ídolo Michael Collins, me pidió que lo alcanzara en el
punto específico donde recogería a los astronautas para presentármelos y que me
dieran sus autógrafos y tal vez alguna foto. Ni tardo ni perezoso y con un
entusiasmo rayano en el delirio, me apresté para estar ahí a la hora indicada, tan
pronto saliera de la Universidad. Era yo todavía un teenager, pues faltaban aún tres semanas para que cumpliera los
veinte.
Como todavía no tenía yo auto propio, me
apeé del camión de línea que me condujo cerca del lugar de la cita y emprendí
la marcha a toda prisa. Fanáticos de la puntualidad que éramos los dos, ahí
estaba mi padre esperándome ya. Llegado el momento, me pidió que aguardara unos
minutos mientras él acudía en busca de los astronautas. Al poco rato apareció
mi progenitor al frente de ellos mostrándoles el camino.
Al llegar frente a mí, se detuvieron, y
como era obvio que mi padre ya los había puesto sobre aviso, les dijo: “Este es
mi hijo muy amado en quien tengo puestas todas mis complacencias”. Siguieron
los saludos de rigor, los apretones de manos y casi inmediatamente después,
plantándole cara, le espeté a Michael Collins, como buen teenager que me preciaba de ser, incluso en aquella lejana época,
hace medio siglo:
-Michael, ¿viste a Dios? -pregunta que
dio paso a la unísona carcajada de los cuatro, don Nico incluido.
-No, no lo vi -me respondió Collins-,
probablemente estaba muy ocupado.
-Es aún más probable que no exista -concluí
yo con engreimiento.
Acto seguido, les solicité su autógrafo
y aquella famosa foto oficial conmemorativa que todos conocemos. Sacaron una
pequeña tarjeta, también conmemorativa, en la que plasmaron sus firmas, y la
susodicha foto, que me dedicaron con mi nombre y nuevamente sus autógrafos. Me
despedí de ellos muy amistosamente diciéndoles que los dejaba en muy buenas
manos. Le agradecí cariñosamente a mi padre el regalo de por vida que me había
hecho y me dirigí a la parada del camión para emprender el camino a casa,
exultante de alegría y con el cuerpo aún temblando por la emoción, ya que todo
esto constituyó para mí un auténtico encuentro cercano del tercer tipo con
selenitas.
Acompaño este escrito con una copia de
la imagen de la mentada tarjeta, no así de la foto que, hace ya muchos años,
cuando intenté cambiarla del marco que colgaba de la pared, quedó reducida a
polvo entre mis dedos por los devastadores efectos del tiempo y el clima, a
diferencia de este imborrable recuerdo que llevaré conmigo toda la eternidad.
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