martes, 20 de diciembre de 2016

Presagio

Ocurrió en la madrugada del sábado 17 al domingo 18 de diciembre del moribundo 2016, a las 2:30 de la mañana. Los hijos estaban fuera por compromisos sociales: la mayor, en la boda de una amiga que seguramente se extendería hasta altas horas de la noche, y el menor, en un bautizo seguido de una comilona que seguramente tendría el mismo desenlace. Mi esposa y yo aprovechamos para irnos a dormir temprano después de cenar fuera de casa. Al poco rato ya estábamos los dos profundamente dormidos.

Soñaba yo que recibía una inoportuna llamada telefónica del hotel donde dormíamos plácidamente durante unas vacaciones de playa. Tomaba el auricular de mala manera para enterarme, por medio de la administración del lugar, que había olvidado firmar la cuenta por un consumo en el restaurante. Encolerizado, respondía que no había olvidado yo nada y que hasta había dejado la propina en efectivo. Mi interlocutor, sin disculparse, sólo respondió que estaba bien, que si se presentaba una anomalía adicional me volvería a marcar. Como suele ocurrirme, las palabras en tropel se amontonaban en mi boca y sin decir más nada colgaba yo de muy mala manera.

Intentaba agarrar nuevamente el ritmo de mi sueño, cosa que, extrañamente, conseguía yo al instante. Veía nítidamente a mi ex compañero en la universidad, ahora jefe de mi hijo en Miami, que me presumía las fotos de una celebridad del espectáculo (él es fanático de Lady Gaga, por cierto) de nombre Paivi, quienquiera que ella sea. En eso, sonaba de nuevo el teléfono y yo, totalmente fuera de mí, intentaba tomar, sin conseguirlo, la bocina, hasta que un segundo timbrazo, tan real como el primero, me hizo ver que era el teléfono de verdad el que se anunciaba. Esta vez con mucho temor, tomé yo el teléfono del buró al tiempo que veía en el reloj digital 2:30 am, y con el alma en un hilo, pensando en lo peor con los hijos lejos de la casa, respondí con un lacónico “¿Bueno?...”.

Enojado, asustado y paralizado, únicamente me comunicaban del otro lado de la línea que llamaban de la compañía de alarmas que atiende nuestro negocio para informarme que la instalada en nuestro local se había activado. Completamente amodorrado y enojado por la “insolencia” de despertarnos así, nada más respondí que ya en otras ocasiones ha pasado así y que es sólo que el guardia de turno de la plaza comercial donde se ubica nuestra tienda, al intentar cerciorarse de que las puertas del mismo se encuentren perfectamente cerradas, lo único que consigue es que la alarma se active, que se olvidaran del asunto y no molestaran más. Mi, en este caso, interlocutora, sin disculparse, sólo respondió que estaba bien, que si se presentaba una anomalía adicional me volvería a marcar. Como suele ocurrirme, las palabras en tropel se amontonaron en mi boca y sin decir más nada colgaba yo de muy mala manera.

Estas últimas cuatro líneas son exactamente las mismas que las cuatro finales del segundo párrafo de este escrito, excepto por el sexo de mis contrapartes. Pues bien, al percatarme de la similitud entre la ficción y la realidad, quedé yo helado y lleno de pavor, y después de lanzar una imprecación contra la operadora a pregunta ex profeso de mi esposa, no acerté más que a cubrirme con mis cobijas hasta donde el célebre torero del chiste. ¿No se lo saben? Pues ahí les va.

El apoderado de Joselillo, famoso ex diestro, desde el burladero de matadores, intenta infundirle valor a su joven promesa con estrepitosos alaridos:

-          ¡Joselillo, carajo, con el capote a la altura de los güevos!

A lo que el pobre Joselillo, despavorido y muerto de miedo y con el capote a la altura del cuello, únicamente acierta a responder:

-          ¡Pues ahí lo tengo, maestro!

Pues bien, como Joselillo, igualmente yo, ante esta experiencia paranormal, no tuve empacho en cubrirme con mis cobijas hasta el mismísimo cogote.

Juro por mi santa madre que lo aquí relatado es enteramente cierto.

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