Después de frustrantes siete meses de “trabajo” como mando medio en el peor y más indigno ambiente laboral del mundo, la burocracia mexicana, decidí irme con mis niños y mi esposa a recorrer por tren algunas ciudades de Europa. Al final, decidimos extender el viaje a París, donde ya habíamos estado un par de años antes. El niño, de nueve años de edad, conservaba todavía aquella extraña fascinación que desde un principio le causó la torre Eiffel, y de nuevo, como en la primera ocasión, quería ir casi todos los días aunque sólo fuera a contemplarla.
Mi estado de ánimo no era el mejor del mundo después de las frustrantes experiencias de traición y deslealtad vividas al “servicio del Estado”, pero París había ayudado a paliarlo. Sin embargo, ya en la torre, después de haber caminado las riberas del Sena, sentí un impulso irrefrenable de treparme al pedestal sobre el que se asienta una de las patas de la mole de acero, lo cual conseguí con facilidad ayudado por la conformación rugosa de la peana. En un principio, mis hijos pensaron que bromeaba y que únicamente lo hacía para que me tomaran la foto antes de que la autoridad llegara para someterme al orden. No obstante, a partir de ahí, no representó mayor dificultad para mí comenzar a trepar por el entreverado de la torre. Lo hacía con un impulso ciego y el firme deseo de tomar cierta ventaja sobre quien pretendiera impedírmelo. Mi mujer y mis hijos, habituados ya a los extraños patrones de mi conducta, aunque nunca de la desproporción del que intentaba ahora, empezaron a gritar para que alguien impidiera que continuara mi loca empresa.
A los pocos minutos, un escuadrón de seis bomberos intentaba darme alcance siguiendo la ruta que yo les había trazado, empero la distancia parecía ya insalvable. El bombero que precedía a los otros, aun cuando no lo comprendiera, entendía por sus gestos y sus palabras que trataba de convencerme de que no siguiera, que fuera hacia ellos para que me auxiliaran y no me hiciera daño. Sin embargo, era una decisión tomada por mí desde la noche anterior, cuando en la madrugada me levanté sin hacer ruido y bajé a la recepción del hotel donde pergeñé unas líneas de despedida para los niños y mi mujer. Así como aquél se dirigía a mí en francés, yo le respondía en español, con énfasis y resolución, que no insistiera.
-Entiéndelo –le decía-, es mi determinación, estoy harto de hacerles la vida imposible a los que me rodean, pero sobre todo, estoy harto de hacérmela imposible a mí mismo, y ya son más de cincuenta años intentando salir del foso de la depresión. No es esto algo que me venga de improviso, es una decisión conscientemente tomada por lo vacuo de la existencia. Además, es mi deseo ferviente que todos los curiosos reunidos allá abajo sean testigos de que hago esto por propia voluntad.
Mientras tanto, las taquillas de la torre habían sido cerradas y la policía acordonaba la zona, sin impedir que la gente se aproximara cuanto quisiese.
Una vez que hube alcanzado un fijo en el arco de la torre sobre el que podía sostenerme en pie, me despojé de la chamarra en cuyos bolsillos guardé los escritos dirigidos a mi niña, mi hijo y mi esposa, y la arrojé al vacío. Un grito de pánico se desprendió de la garganta de la multitud, para enseguida dar paso a una risa de júbilo al percatarse que era la prenda la que había caído al suelo. Sin embargo, menos de diez segundos después, me arrojé yo también al vacío. La muchedumbre no pudo evitar el grito desgarrador que salía de sus bocas, en tanto que yo veía claramente acercarse el duro piso a mi cabeza, a la misma velocidad que uno se desploma en la pendiente más inclinada de la montaña rusa. Finalmente, por espacio de un nanosegundo sentí cómo mi cráneo se despedazaba y mis entrañas reventaban.
Las mujeres en la multitud lloraban de histeria por la impresión, en tanto que los varones y los vendedores de baratijas no daban crédito a lo que miraban sus ojos y, todos, parecían devastados.
Una especie de fantasma se desprendió de la masa inerte de huesos, vísceras, sangre y restos y se fue a posar dentro de mí, que, entre la muchedumbre, contemplé atónito el desenlace del episodio del que el destino me hizo partícipe y testigo.
Al día siguiente, miércoles 30 de abril de 2003, refundida en la página 11 de LE FIGARO, fue publicada la siguiente nota anónima Suicide à la tour Eiffel sobre un individuo no menos anónimo: Un homme s’est suicidé hier vers 17 heures en sautant du premier étage de la tour Eiffel , après avoir enjambé le parapet et déjoué les grilles de protection installées sur le monument. Il s’agit du premier suicide commis cette année du haut de ce monument parisien.
Después de todo, qué bueno que no fui yo.
domingo, 27 de enero de 2008
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