Años antes había conocido por intermediación de un amigo a una bella corredora chilena, que resultó ser hermana de la famosa baladista Anamía, hermosa también aunque no tanto como aquélla. Para quienes vivieron la época, ya imaginaran el portento de mujer al que me refiero. No la vi más que unas pocas veces en el lago mayor de la segunda sección del bosque de Chapultepec, pues mi amigo, gay, la acaparaba como compañera ideal para el trote.
No se necesita mucha imaginación para comprender lo que una aparición semejante representó para un irresponsable y exhausto “competidor” a mitad de un maratón al que sin mayor reflexión se inscribió: la inspiración más que necesaria para cruzar orgullosamente acompañado la meta. Durante el trayecto no cesaban las aclamaciones que el público nos dirigía: “vamos preciosa, tú puedes”, “qué buena estás, mamacita”, “por ti, me dejaría arrastrar al fin del mundo”, y cosas parecidas, que nosotros correspondíamos con amables sonrisas. Sin embargo, yo, que cuando la vi inicialmente sentí la misma ternura, no aguanté el paso, ella se desesperó y se despidió gentilmente. Cuando la perdí de vista, completamente agotado, empecé a caminar y se puede decir que así llegué a la meta un par de horas después. Mi tiempo: cuatro horas con 45 minutos. Mi estado: deplorable, a punto del colapso. Mi orgullo: devastado. Le pedí a mi familia media hora para recuperarme, ahí tirado a media calle y temiendo, de verdad, sufrir un desvanecimiento.
Quedó tan herido mi ego que después de Nueva York y con un poco más de entrenamiento corrí Berlín en octubre de 1987 en un tiempo de tres horas y cinco minutos, lo que automáticamente me calificó para Boston en abril de 1988, ya con un entrenamiento mucho más formal y una inquebrantable disciplina, que me llevó incluso a tener mi última sesión fuerte de preparación (25 km) en Buenos Aires, donde se celebraba la convención anual de IBM, compañía para la que trabajaba. Corrí del hotel Sheraton al estadio del River y de regreso. Cuando salí, a las cinco de la madrugada, llegaban al hotel todos mis compañeros de trabajo de la farra de la noche anterior.
Regresé a la ciudad de México, hice mi última sesión de repeticiones (un kilómetro a máxima velocidad alrededor de la pista del Centro Deportivo Olímpico Mexicano por 400 metros de trote, diez veces) bajo la escrupulosa mirada de mi entrenador, y volé a Boston. Mi objetivo: tres horas.
El lunes 18 de abril de 1988, Día del Patriota, en el kilómetro 30 marcaba yo un tiempo de dos horas exactas, aproximadamente cuatro minutos por kilómetro, y sin haber detenido mi marcha ni para tomar una sola gota de agua con el objeto de no perder tiempo. Mi euforia era total, aunque en la parte final del trayecto, es sabido, uno disminuye ligeramente su paso. Aun así, al final del recorrido el cronómetro oficial marcaba 2 horas, 53 minutos y 43 segundos.
Es increíble lo que el amor... por uno mismo puede hacer.
Después de Boston, no volví a correr otro maratón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario