El 8 de junio de 2006 inicié un largo proceso que aún no culmina (creo) y que me ha permitido comprobar, por si alguna falta hiciera, lo muy arraigado que está en el alma nacional ese cáncer social llamado corrupción, y que muy a menudo me lleva a sentir vergüenza de pertenecer a una sociedad como ésta. Tal vez se me pregunte qué he hecho yo por remediar este mal, a lo que respondería que mucho, comenzando por mi conducta personal y por los valores que he sabido inculcar en mis hijos, y siguiendo por las denuncias públicas que por más de 30 años he acostumbrado plantear en los medios de comunicación o ante autoridades públicas y privadas. Pero, sin duda, la que abrí en esa fecha sea quizá la más frustrante.
Todo comenzó a raíz del escándalo que con motivo de las elecciones presidenciales se desató con la acusación que hizo uno de los candidatos de los turbios negocios del cuñado del actual Presidente de México, Felipe Calderón Hinojosa. En un debate público y televisado, Andrés Manuel López Obrador, candidato del Partido de la Revolución Democrática (PRD), acusó a Diego Hildebrando Zavala Gómez del Campo, hermano de la hoy primera dama Margarita Zavala, de ilícitos que ascendían a varios millones de pesos. De inmediato asocié a Hildebrando con el nombre de la empresa que ineptamente estuvo desarrollando un sistema informático para el Servicio Postal Mexicano (Sepomex), y me preguntaba qué habría sido de ese sistema y del proceso de rescisión de contrato que dejé arrancado a principios de 2003 cuando, harto de la burocracia, renuncié al organismo postal mexicano.
Denuncié en los medios que la empresa Hildebrando debería estar en la lista negra del Gobierno federal, inhabilitada para desarrollar cualquier tipo de trabajo, toda vez que en Sepomex había incumplido flagrantemente. La denuncia valió la primera plana del diario de circulación nacional Reforma del 11 de junio y la portada del prestigiada revista Proceso una semana después. No paró ahí el asunto, pues por esos mismos días levanté las denuncias formales ante la Secretaría de la Función Pública (SFP) y el Órgano Interno de Control (OIC) de la misma dependencia en Sepomex. Documenté mi inconformidad con pruebas irrefutables, cuando así me lo hubo requerido el OIC, en agosto de ese mismo año (2006).
Mientras esperaba –espero aún- las resoluciones de estas burocráticas y tenebrosas dependencias, confirmé que, en efecto, se dio una ilegal extensión de contrato a la empresa del cuñado del hoy Presidente. Supe esto por boca (pluma) del entonces director general de Sepomex, Gonzalo Alarcón Osorio, que se inconformó con mi denuncia en el siguiente número de Proceso, aunque lo único que consiguió con ello fue atarse bien la soga al cuello. Y digo que espero aún la resolución de los “tribunales” porque la incompetente licenciada que manejaba (¿maneja aún?) el caso en el área de quejas y responsabilidades del OIC, de la que es gerente, lo pasó de la ventanilla de quejas a la de responsabilidades, lo que confirmaría la existencia de conductas punibles, aunque lo graciosísimo del asunto es que ambos puestos se encontraban vacantes. Es decir, la prestidigitadora tinterilla pasó el expediente de su mano derecha a su mano izquierda, y a mí me dan atole con el dedo, vía el Instituto Federal de Acceso a la Información Pública (IFAI), diciéndome que consulte en Internet las páginas de servidores públicos sancionados y proveedores inhabilitados, mientras ellos continúan con sus arduas y sesudas investigaciones.
Que lo digan mejor con todas su letras: el poder es intocable en este pobre México, y que ellos, sus sirvientes, sigan medrando y arrastrándose por unos mendrugos de pan.
lunes, 21 de enero de 2008
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