miércoles, 7 de agosto de 2019

Mi siniestro encuentro con Echeverría

Para las sinceras admiradoras de esta columna: Elena, Adri, Arce, Caro, Cecilia, Chivis, Gina y Glafira.

El lunes 5 de noviembre de 1973 recibí un correograma que en su parte medular dice: “Por haber sido distinguido por el Centro Educativo de su Entidad, y en virtud de haber terminado su carrera profesional con el más alto promedio de calificaciones, será distinguido públicamente como EL MEJOR ESTDIANTE DE MEXICO, en unión de otros pasantes, los días 26, 27 y 28 de noviembre del año en curso (sic).”

Aunque yo ya era actuario por la UNAM (la única universidad donde entonces se podía cursar dicha carrera), no pasante, de ningún modo me sentí ofendido por esta invitación, máxime que los festejos incluían una ceremonia de premiación el martes 27 en el Palacio de Bellas Artes en la que serían entregados un diploma, una medalla y una carta de recomendación para el Conacyt de manos del secretario de Educación Pública, Víctor Bravo Ahúja, y del titular del Instituto Mexicano de Cultura, el ex presidente de México Miguel Alemán Valdés, y el miércoles 28 de noviembre un desayuno en la residencia oficial de Los Pinos con el Señor Presidente de la República, el inefable Luis Echeverría Álvarez. El otro organizador del evento, además del Instituto y el Consejo, era el Diario de México.


Pues bien, nunca en mi vida he sido tan puntual como ese miércoles en que arribé en mi proletario automóvil al sitio referido, lo estacioné en el espacio que para el efecto tenían en dicho lugar y se me franqueó la entrada de acceso a los jardines de la mansión. El menú consistió de jugo de mandarina, fresas con crema, budín de tamal con pollo y salsa de mole rojo, huevos con queso, frijoles, café y típico pan dulce mexicano. Lo mejor de todo fue la compañía que por azar me tocó en la mesa: un simpatiquísimo chihuahuense, pues el certamen incluyó a gente de todo el territorio nacional. Franco, seguro de sí mismo, sincero y muy echao pa’lante. Todo un norteño, pues.

A cada uno de nosotros se le entregó una bolsa del Fondo de Cultura Económica llena de libros, de los que recuerdo Llano en llamas y Pedro Páramo, de Juan Rulfo, y Vida cotidiana de los aztecas, de Jacques Soustelle, entre muchos otros. Al concluir el desayuno, Echeverría nos dirigió unas palabras de encomio y, acto seguido, se nos permitió pasear por los prados de la casa. Yo, siempre en compañía de mi inseparable amigo de Chihuahua.

De repente, vimos que el Presidente jugueteaba con los concurrentes a dejarse fotografiar junto a ellos por profesionales de la cámara traídos especialmente para el evento. Por supuesto, ni tardo ni perezoso, mi acompañante me dijo: “Vente, ahorita lo agarramos, tú de un brazo y yo del otro y le pedimos a algún fotógrafo que dispare”. Y ahí vamos, yo más aterrorizado que gozoso, pero como nada podía parar la determinación de mi amigo, una vez que tuvo cerca al Primer Mandatario, lo pepenó del brazo diestro y me conminó con todo énfasis a que hiciese yo otro tanto con el siniestro. Y ahí me tienen, agarrando con todas mis fuerzas la extremidad superior izquierda del Presidente. Uno de tantos chicos de la cámara ahí presentes inmortalizó la escena.


Se veía que Echeverría disfrutaba enormemente todos estos escarceos, pues estaba justamente a mitad de su sexenio y es difícil imaginar alguien con tanto Poder en sus circunstancias: “artífice” de las matanzas de Tlatelolco y el Jueves de Corpus; intelectuales de primer orden cooptados por su “embeleso”: Carlos Fuentes, Ricardo Garibay, Fernando Benítez, quien llegara a plantear: Echeverría o el fascismo, aunque nunca nadie pudo saber con certeza si la “o” era exclusiva o sinónima, y tantos más. Por otra parte, sus broncas internacionales era epopéyicas: tildando de racistas a los sionistas y enviando después a su canciller Emilio O. Rabasa a ofrecer disculpas a los israelíes; criticando el garrote vil de Franco contra los terroristas y desatando la ira de los españoles por su hipócrita intromisión; finalmente, haciéndole creer a Pinochet que no había bronca contra él, para poder enviar a Emilio Rabasa (quién si no) a rescatar a refugiados chilenos en la embajada de México en Santiago y rompiendo relaciones con el déspota apenas hubo despegado el avión de Chile con ellos abordo.

Y cómo olvidar sus delirios de grandeza con su Carta de los Derechos y Deberes Económicos de los Estados que le merecería, si no el Nobel de la Paz, por lo menos la Secretaría General de la ONU al terminar su mandato. Todo lo anterior, por no mencionar el golpe contra el Excélsior de Julio Scherer en 1976, que quizá ya desde entonces maquinara.

Tal vez por todo esto me puse a buscar la foto que de nosotros habían tomado y que exhibían en unas mesas a propósito para ello. Abandoné a mi compinche y emprendí la frenética búsqueda. Afortunadamente no batallé mucho, ahí estaba junto a muchas otras. En ella aparecía yo con cara de angustia y el norteño sonriendo de lo lindo, igual que el Presidente. Le pregunté a quien cuidaba del lugar si podía llevármela, a lo que amablemente respondió que para eso estaban. La tomé y la refundí en la bolsa de libros que cargaba conmigo. En eso me topé de nuevo con el chihuahuense, quien manifestaba su frustración por no encontrar la memorable placa. Le repliqué que iba a ser difícil encontrarla en el montón, si no es que alguien más la había agarrado ya.

Terminado el ágape, le di un fuerte y afectuoso abrazo de despedida a mi nuevo amigo y emprendí el regreso a casa a toda velocidad. Una vez ahí, extraje la fotografía del fondo de la bolsa, la extendí, desarrugándola, sobre el piso del patio de servicio, la rocié de tíner, aguarrás y alcohol, y le encendí un fósforo, provocando con ello una ligera explosión que nos envió al infierno a los tres: a Echeverría, a mi amigo y a mí, salvando con ello la posteridad.

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