Para
las sinceras admiradoras de esta columna: Elena, Adri, Arce, Caro, Cecilia,
Chivis, Gina y Glafira.
El lunes 5 de noviembre de 1973 recibí
un correograma que en su parte medular dice: “Por haber sido distinguido por el
Centro Educativo de su Entidad, y en virtud de haber terminado su carrera
profesional con el más alto promedio de calificaciones, será distinguido
públicamente como EL MEJOR ESTDIANTE DE MEXICO, en unión de otros pasantes, los
días 26, 27 y 28 de noviembre del año en curso (sic).”
Aunque yo ya era actuario por la UNAM
(la única universidad donde entonces se podía cursar dicha carrera), no pasante,
de ningún modo me sentí ofendido por esta invitación, máxime que los festejos
incluían una ceremonia de premiación el martes 27 en el Palacio de Bellas Artes
en la que serían entregados un diploma, una medalla y una carta de recomendación
para el Conacyt de manos del secretario de Educación Pública, Víctor Bravo
Ahúja, y del titular del Instituto Mexicano de Cultura, el ex presidente de
México Miguel Alemán Valdés, y el miércoles 28 de noviembre un desayuno en la
residencia oficial de Los Pinos con el Señor Presidente de la República, el
inefable Luis Echeverría Álvarez. El otro organizador del evento, además del
Instituto y el Consejo, era el Diario de México.
Pues bien, nunca en mi vida he sido tan
puntual como ese miércoles en que arribé en mi proletario automóvil al sitio
referido, lo estacioné en el espacio que para el efecto tenían en dicho lugar y
se me franqueó la entrada de acceso a los jardines de la mansión. El menú
consistió de jugo de mandarina, fresas con crema, budín de tamal con pollo y
salsa de mole rojo, huevos con queso, frijoles, café y típico pan dulce
mexicano. Lo mejor de todo fue la compañía que por azar me tocó en la mesa: un
simpatiquísimo chihuahuense, pues el certamen incluyó a gente de todo el
territorio nacional. Franco, seguro de sí mismo, sincero y muy echao pa’lante. Todo
un norteño, pues.
A cada uno de nosotros se le entregó una
bolsa del Fondo de Cultura Económica llena de libros, de los que recuerdo Llano en llamas y Pedro Páramo, de Juan Rulfo, y Vida
cotidiana de los aztecas, de Jacques Soustelle, entre muchos otros. Al
concluir el desayuno, Echeverría nos dirigió unas palabras de encomio y, acto
seguido, se nos permitió pasear por los prados de la casa. Yo, siempre en
compañía de mi inseparable amigo de Chihuahua.
De repente, vimos que el Presidente
jugueteaba con los concurrentes a dejarse fotografiar junto a ellos por
profesionales de la cámara traídos especialmente para el evento. Por supuesto,
ni tardo ni perezoso, mi acompañante me dijo: “Vente, ahorita lo agarramos, tú
de un brazo y yo del otro y le pedimos a algún fotógrafo que dispare”. Y ahí
vamos, yo más aterrorizado que gozoso, pero como nada podía parar la
determinación de mi amigo, una vez que tuvo cerca al Primer Mandatario, lo
pepenó del brazo diestro y me conminó con todo énfasis a que hiciese yo otro
tanto con el siniestro. Y ahí me tienen, agarrando con todas mis fuerzas la
extremidad superior izquierda del Presidente. Uno de tantos chicos de la cámara
ahí presentes inmortalizó la escena.
Se veía que Echeverría disfrutaba
enormemente todos estos escarceos, pues estaba justamente a mitad de su sexenio
y es difícil imaginar alguien con tanto Poder en sus circunstancias: “artífice”
de las matanzas de Tlatelolco y el Jueves de Corpus; intelectuales de primer
orden cooptados por su “embeleso”: Carlos Fuentes, Ricardo Garibay, Fernando
Benítez, quien llegara a plantear: Echeverría o el fascismo, aunque nunca nadie
pudo saber con certeza si la “o” era exclusiva o sinónima, y tantos más. Por
otra parte, sus broncas internacionales era epopéyicas: tildando de racistas a
los sionistas y enviando después a su canciller Emilio O. Rabasa a ofrecer
disculpas a los israelíes; criticando el garrote vil de Franco contra los
terroristas y desatando la ira de los españoles por su hipócrita intromisión;
finalmente, haciéndole creer a Pinochet que no había bronca contra él, para
poder enviar a Emilio Rabasa (quién si no) a rescatar a refugiados chilenos en
la embajada de México en Santiago y rompiendo relaciones con el déspota apenas
hubo despegado el avión de Chile con ellos abordo.
Y cómo olvidar sus delirios de grandeza
con su Carta de los Derechos y Deberes Económicos de los Estados que le
merecería, si no el Nobel de la Paz, por lo menos la Secretaría General de la
ONU al terminar su mandato. Todo lo anterior, por no mencionar el golpe contra
el Excélsior de Julio Scherer en 1976,
que quizá ya desde entonces maquinara.
Tal vez por todo esto me puse a buscar
la foto que de nosotros habían tomado y que exhibían en unas mesas a propósito
para ello. Abandoné a mi compinche y emprendí la frenética búsqueda.
Afortunadamente no batallé mucho, ahí estaba junto a muchas otras. En ella
aparecía yo con cara de angustia y el norteño sonriendo de lo lindo, igual que
el Presidente. Le pregunté a quien cuidaba del lugar si podía llevármela, a lo
que amablemente respondió que para eso estaban. La tomé y la refundí en la
bolsa de libros que cargaba conmigo. En eso me topé de nuevo con el chihuahuense,
quien manifestaba su frustración por no encontrar la memorable placa. Le
repliqué que iba a ser difícil encontrarla en el montón, si no es que alguien
más la había agarrado ya.
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