jueves, 26 de diciembre de 2024

Platícame un libro

Michael Berg, un adolescente de 15 años de edad, y Hanna Schmit, una mujer madura de 36, se conocen accidentalmente en un pueblo alemán. Ella lo trata maternalmente después de un accidente sin importancia que aquél padece, pero al poco tiempo, y sin que Hanna trate de evitarlo, sino antes al contrario, se involucran carnalmente. Schmit lo baña, lo mima y hace que el muchacho, a quien cariñosamente le llama chiquillo, le lea libros después de hacer el amor.

El muchacho tiene que hacer circo, maroma y teatro para ocultar la relación a sus padres y hermanos, hasta que ya un poco crecidito e independiente continúa su relación sin tantos bemoles.

Sin embargo, un buen día, Hanna desaparece, siendo Michael ya un estudiante de derecho en la universidad, donde él y unos compañeros reciben la encomiende de parte de su maestro de asistir a un juicio por crímenes nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Cuál no va siendo la sorpresa del joven al reconocer a su antiguo amor no sólo como una de las acusadas, sino como la principalísima perpetradora de crímenes de lesa humanidad en contra de judías. En el transcurso del juicio, los ex amantes se identifican a la distancia sin para nada hacer explícito este reconocimiento por obvias razones. También durante el juicio queda patente que Hanna y sus cómplices fueron responsables de encerrar a unas prisioneras en una iglesia mientras las trasladaban a otro campo de concentración y no hacer nada por salvarlas cuando el templo se incendió, lo cual quedó de manifiesto en un reporte sobre el hecho del que se acusa a Hanna de haber redactado. Ésta se pudo haber deslindado de esta circunstancia si hubiera aceptado públicamente ¡su analfabetismo!, pero esto le hubiera causado a ella una profunda vergüenza.

La anterior era la razón por la que a Hanna le gustaba que Michael le leyera, pues era incapaz de hacerlo por sí misma.

Nada de lo anterior la liberó de ser declarada criminal de guerra nazi, encargada de la custodia de rehenes judías en los abominables campos de concentración, y de llegar incluso a seleccionar en un momento dado a quienes debieran ser conducidas al cadalso. Todo esto ameritó que Schmit se hiciera acreedora a la máxima pena: cadena perpetua.

En el ínter, Michael quiso hacerse consciente de lo que tan horrendos crímenes representaban para la sociedad alemana y se desplazó a alguno de dichos campos a contemplar sus vestigios y avergonzarse de lo que él, también, de alguna manera, era responsable.

Posteriormente, Michael logró averiguar el lugar donde Hanna se encontraba recluida y comenzó a enviarle grabaciones con lecturas de libros, nunca cartas, a sabiendas de las limitaciones de ésta, a pesar de que con el tiempo aprendió a leer y escribir y contestarle sus grabaciones mediante conmovedores escritos, pero no, aquél nunca le contestó por el mismo medio. No obstante, llegó hasta a visitarla cuando ya era una anciana.

Después de catorce años de reclusión, se decidió otorgarle el derecho a la libertad, y Michael hizo todos los arreglos para que Hanna dispusiera a su salida de un empleo digno y un modesto lugar para vivir, pero los planes de ella eran otros, pues la víspera de su liberación ¡decidió suicidarse en su celda! Hanna Schmitt no soportó el enorme peso de la libertad después de tantos años de encierro. Sólo dejó su última voluntad para que Michael la cumpliera: que se le hiciera llegar a una hija, que había huido de ella a Nueva York, el poco efectivo que tenía en su cuarto y se le hiciera saber que podía disponer del dinero de una cuenta que poseía en un banco.

Michael la quiso ver por última vez acompañado por la administradora del penal, pero sólo levantó la sábana que la cubría y la devolvió a su sitio inmediatamente. Tomó consigo lo que Hanna le encomendaba y visitó a la hija en Nueva York, quien no paró de recriminar sutilmente a su madre por sus crímenes y a Michael por haber permitido que le hiciera daño cuando apenas era un adolescente. Le dijo que nada podría borrar lo que su madre había hecho, y con ella todos los demás criminales, y que llenaría de ignominia a las generaciones futuras. Dispuso del dinero de su madre y lo donó a una institución filantrópica judía contra el analfabetismo.

De vuelta en Alemania, Michael fue a visitar el lugar donde Hanna yacía y fue la primera y única vez en que lo hizo.

Esta novela maravillosa la pueden disfrutar ustedes también: El lector, de Bernhard Schlink (Anagrama, 2012), muy a pesar del tremendo spoiling que les acabo de recetar.

¡Mil disculpas!

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