En días pasados me dio por leer libros autobiográficos de afamados autores en relación con sus padres y madres. El primero de ellos, contenido en el volumen mayor La invención de la soledad, es nada menos que de Paul Auster y se intitula Retrato de un hombre invisible, en el que el célebre escritor norteamericano nos habla de su padre, un tipo hosco, melancólico y taciturno. Auster nos lo describe a la distancia, sin necesidad de mayor intimidad con él, quizá de aquí el título de la obra. Recuerda que su progenitor le había dado como tres o cuatro versiones distintas sobre la muerte de su padre, abuelo de Paul, hasta que poco después del deceso del suyo, entre fotos y recortes de periódico que éste guardaba, el hijo, Paul, haya probablemente dado con la clave de la forma de ser de su padre: no ha de ser fácil enterarse a los seis años de edad que tu madre mató a tu padre con una pistola, cansada de los malos tratos del marido.
Una historia mucho más conmovedora es La promesa del alba, del francés Romain Gary, que nos describe una relación casi edípica entre éste y su madre, a falta de la figura paterna.
Nacidos ambos en Lituania, se van de inmigrantes a Polonia,
pero la madre, enamorada de Francia, está dispuesta a hacer de su hijo un
ciudadano francés ejemplar. En el proceso, intenta todo con él: hacerlo
bailarín, actor, músico, pintor, aunque, más que nada, embajador galo en el
extranjero, y en el ínter muestra aquiescencia a que Romain se dedique al único
arte para el cual nació naturalmente dotado, la literatura. Mientras tanto, su
madre se dedica a mil chambitas que les hacen ver las de Caín en su
sobrevivencia y hasta pasar hambres. Se mudan de Polonia, a Niza, donde providencialmente
la señora consigue un trabajo de hotelera administrando la propiedad de un
tercero, que ella misma le había vendido al dueño cuando se dedicó por algún
tiempo al negocio inmobiliario. Eso les vino a dar estabilidad económica y,
mientras, el hijo estudió abogacía en París, se enlistó en el ejército en 1940
y se dedicó sin cortapisas a lo que le apasionaba: escribir.
De esta manera, dejó de visitar varios años a su madre, diabética, pero siguió en correspondencia con ella, a tal grado que la dama, previendo ya su próximo final, se puso a escribir cartas como loca para su hijo y le encargó a una conocida que se las fuera dosificando a aquél para que no notara su ausencia, pues al poco tiempo ella murió y su estratagema dio para que Gary siguiera en “contacto” con su madre tres largos años más, sin notar más que cierta inconsistencia en las “respuestas” de su amantísima progenitora. Fue así como Gary llegó a ser cónsul de Francia en varios países -cumpliendo el largo sueño acariciado por la madre-, afamado autor -cumpliendo su propio sueño-, se enamoró y casó con la célebre actriz Jean Seberg, y se suicidó en París en 1980, a los 66 años de edad. Libro encantador con el que el lector nunca llega a sentirse agobiado por esta aparente “mamitis”.
El tercer libro que les quiero “reseñar” es el del escritor e intelectual mexicano Juan Villoro La figura del mundo, que el autor dedica a su padre, el filósofo Luis Villoro, pero también a su madre, Estela Ruiz Milán -sicóloga y sicoanalista-, en un hermoso y devastador Epílogo. Los niños quedaron solos con la madre cuando ésta se decidió a abandonar al intelectual catalán recién cumplidos los diez de casados, después de visitar en la India a Octavio Paz, donde el Nobel era embajador, y decidir continuar ella sola el viaje por otros países de aquellas lejanas tierras. Luis le llevaba once años de edad a Estela.
Juan habla cómo empezó a convivir más con su padre cuando la madre se hubo separado de él, aunque los hermanos continuaran viviendo con ella. Nos describe sus correrías en los estadios de futbol y también, claro, con el subcomandante Marcos, hoy Galeano, de quien el filósofo resultó ser un consejero invaluable. Ciertas disquisiciones filosóficas en el texto resultan farragosas. Otras, interesantes, como su discrepancia en lo que cada uno en lo personal llegó a pensar sobre Octavio Paz: don Luis lo veía muy obsequioso con el Sistema y Juan destacando que su talento artístico estaba muy al margen de ello.
Lo que a mí me pareció fascinante es que padre e hijo hayan pertenecido al mismo tiempo a la institución académica más prestigiosa del país, El Colegio Nacional. Juan dio su discurso de aceptación como miembro el 25 de febrero de 2014, y ahí estuvo don Luis presente, con todo el orgullo que ambos pudiesen supurar. Desgraciadamente, ocho días después, el 5 de marzo de 2014, el pensador mexicano-catalán falleció a los 91.
Pero, insisto, de todo el libro, yo me quedo con el espléndido epílogo dedicado a la madre, que en la actualidad cuenta con 89 de edad. Y pensar que el hijo sólo se acercó a ella para ver qué otros datos pudiera aportar para completar su obra. Pero a ella no le importó, se sometió al interrogatorio filial con una frescura, una entereza, una sinceridad y una generosidad envidiables, muy a pesar de que los méritos académicos e intelectuales propios le sobran. Cuánta misoginia, Villoro nos debe el desagravio de su madre, lo merece con creces.
Dice doña Estela que cuando ella y Luis Villoro visitaron a Octavio Paz en la India, no estando todavía el poeta con su inseparable Marie-José Tramini, hubo una atracción mutua, que el porte de don Octavio la impresionó, y más con sus ojos azules, que no dejaban de mirarla mientras él le recitaba sus poemas. Quizá, se insinúa en el libro, esto nunca se lo perdonó Luis a Octavio y por ello la animadversión descrita líneas arriba, aunque, por lo demás, el trato entre ambos siempre se dio en términos cordiales y respetuosos.
“¿Lo amaste?”, inquiere Juan a su madre preguntando por el padre. “Tengo nostalgia de lo que esperaba de él”, le responde ella incontestablemente.
Nos debe Juan Villoro un libro sobre su madre, que resultaría superior al de ahora y mucho más interesante, sin duda.
¡Quién podría dudar de que ciertas autobiografías se gozan como las mejores novelas!
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