Uno griego (Odiseo), el otro anglo (Ulysses) y
el último criollo (Ulises). El primero, obra del inmortal y mítico Homero, el
segundo del genial James Joyce y el tercero de nuestro orgullo José Vasconcelos.
La misma idea, pero tan diversa.
Estoy leyendo el formidable libro El infinito en un junco / La invención de los libros en el mundo antiguo, de Irene Vallejo, y recordé fascinado el rechazo de Ulises a la inmortalidad en compañía de una diosa, Calipso, y de inmediato pensé en los otros dos Ulises, el del Bloomsday, de Joyce, y el criollo, de Vasconcelos.
Lo que afirma Vallejo del Ulises original no tiene desperdicio: “El astuto Ulises no fantasea, como Aquiles, con un destino grandioso y único. Podría haber sido un dios, pero opta por volver a Ítaca, la pequeña isla rocosa donde vive, a encontrarse con la decrepitud de su padre, con la adolescencia de su hijo, con la menopausia de Penélope. Ulises es una criatura luchadora y zarandeada que prefiere las tristezas auténticas a una felicidad artificial. El regalo que le ofrece Calipso es demasiado parecido a un espejismo, a una huida, al sueño de una droga alucinógena, a una realidad paralela. La decisión del héroe expresa una nueva sabiduría, alejada del estricto código de honor que movía a Aquiles. Esa sabiduría nos susurra que la humilde, imperfecta y efímera vida humana merece la pena, a pesar de sus limitaciones y sus desgracias, aunque la juventud se esfume, la carne se vuelva flácida y acabemos arrastrando los pies.”
El Ulises de Joyce, por otra parte, no es tan dramático, es una fiesta, y no transcurre durante los diez años que le tomó a Odiseo volver a casa con Penélope, sino durante ¡un solo día!, 16 de junio de 1904, el Bloomsday, desde que Telémaco (Stephen Dedalus, personaje fugado de otra novela de Joyce, El retrato del artista adolescente) abandona a sus amigos en La Torre, y Leopold Bloom, por su parte, se despide de Calipso (Molly, su esposa) para sus actividades diarias, que lo llevarán a cruzarse casualmente con Stephen más tarde en el día. Y de ahí pa’l real: asiste al funeral de un amigo en el cementerio (correspondiente al Hades en la Odisea), al tráfago de la redacción de un periódico (Eolo), las sirenas y el cíclope tampoco faltan; echado en el pasto flirtea con una dama (Nausicaa), con cuya visión termina masturbándose, sólo para al final descubrir que se trata de una coja, y de ahí continuar con Circe, cuando Dedalus ya lo acompaña, y al que Bloom quiere proteger como si fuera su propio hijo, Rudy, muerto apenas nacido. Tras la bacanal que sigue, Leopold se separa de Stephen y regresa a su casa (Ítaca) para reencontrase con su esposa, que ahora encarna a Penélope.
Es en este momento cuando, según el célebre escritor mexicano Salvador Elizondo y mucha gente más, tiene lugar el pasaje más hermoso de la novela, el soliloquio de Molly Bloom, que finaliza así: “…y el Gibraltar de mi niñez cuando yo era una Flor de la montaña sí cuando me ponía la rosa en el pelo como hacían las muchachas andaluzas o me pondré una roja sí y cómo me besaba junto a la muralla mora y yo pensaba bien lo mismo da él que otro y entonces le pedí con la mirada que me lo pidiera otra vez sí y entonces me preguntó si quería sí decir sí mi flor de la montaña y al principio le estreché entre mis brazos sí y le apreté contra mí para que sintiera mis pechos todo perfume sí y su corazón parecía desbocado y sí dije sí quiero Sí.”
Hermoso, ¿no es cierto?
Finalmente, el Ulises criollo de Vasconcelos es la entrañable autobiografía de este gigante de la cultura mexicana, que quiso, a la manera de los otros dos Ulises, contar su historia personal, no a lo largo de un día como Joyce hace con Bloom, sino a lo largo de su vida, no nada más de diez años como hace Homero con Odiseo.
Si bien esta historia, la de Vasconcelos, se ve enturbiada en la parte final de su vida por rasgos fascistas, yo la disfruté enormemente y aprecié en su justo valor la inconmensurable aportación de don José a la educación y la cultura del auténtico pueblo mexicano, no de ese que ha quedado últimamente tan degradado en labios de un imbécil demagogo.
No imaginan la emoción que me embarga al gritar a los cuatro vientos un sonoro y entusiasta ¡viva! desde lo más profundo de mi corazón por estos tres Ulises tres auténticos patrimonios de la humanidad.
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