martes, 2 de noviembre de 2021

El Chivo

 En junio de 1961, siendo yo un chiquillo de once años de edad, recuerdo haber visto con espanto -quizá en la revista Life- fotos sobre el magnicidio del déspota caribeño Rafael Leónidas Trujillo Molina, alias el Chivo, que tiranizó a la Republica Dominicana por más de treinta años.

Poco tiempo después, en 1967, cuando cursaba la prepa, el maestro de ética, Samuel Vargas Montoya, alias el Piolín, dramatizaba y engolaba su voz para hablarnos grandilocuentemente y con horror del autócrata dominicano: “¡Rafael Leónidas Trujillo!  -decía, con el dedo índice de su mano derecha apuntando admonitoriamente al cielo- el demonio dominicano que siempre temió ser masacrado por sus conciudadanos, como lo fue, y que permanentemente, desde hacía años, mantenía un avión con los motores en marcha las 24 horas del día en el aeropuerto de Ciudad Trujillo para huir antes de que ello ocurriera, sin conseguirlo”. Aunque esto fuera mentira, a mí se me quedó perennemente grabado en la memoria. Lo que enervaba a don Samuel más que nada, creo yo, en una escuela confesional, era el anticlericalismo de dicho demonio.

Acabo de leer la esplendorosa novela histórica de Mario Vargas Llosa La Fiesta del Chivo (Penguin Random House, 2016) sobre la época en que a los dominicanos y al mundo les tocó padecer a este sátrapa. No sé cuántas veces habré repetido lo mismo, pero, en todo caso, no más de unas cinco: el mejor libro que yo recuerde. Qué manera de atraparlo a uno en la trama con un manejo tan pulcro del lenguaje y con una maestría en el armado de la historia que  mantiene al lector sin querer levantarse del asiento, así le tome una semana terminar el libro.

La urdimbre del drama entre lo que le ocurre a Urania Cabral, personaje central de la novela, y lo que deben padecer los caribeños -ella incluida de manera principalísima, degradante y ominosa- con las tropelías del criminal Trujillo es simplemente sensacional.

Es inconcebible imaginar tanta bajeza en un régimen que por más de tres décadas tiranizó a su pueblo, aunque no para Vargas Llosa, que seguramente dedicó ingentes esfuerzos de investigación para documentar su obra. Centenas de personajes con nombre y dos apellidos (afortunadamente los principales, aunque muchos, no son tantos) y un conocimiento de la geografía de Santo Domingo de Guzmán -como vuelve a llamarse la capital de la República Dominicana una vez muerta la bestia- admirable.

El caos en el que se convierte la capital y el país todo tras el magnicidio, con la inevitable secuela de traiciones entre los conjurados y las inauditas torturas y ajusticiamientos emprendidos por la familia y leales de Trujillo contra ellos, son una advertencia para quienes pretendieran algo similar en otras latitudes donde líderes carismáticos pero autoritarios llevan a la quiebra a sus naciones. Y es que el culto a la personalidad que se le profesaba al caudillo me hizo pensar necesariamente en alguien más.

A la República Dominicana la salvó en aquellos lejanos años un presidente pelele, Joaquín Balaguer, al que Trujillo puso en su lugar para lavar cara internacionalmente y tratar así de evitar las sanciones de la OEA y el embargo de los Estados Unidos. Don Joaquín, a pesar de haber acompañado servilmente al Generalísimo durante más de tres décadas, supo revertir el caos, controlando hábilmente a la familia del tirano, sugiriéndoles que abandonaran el país con su dinero mal habido, amnistiando a los supervivientes de la conjura y denostando al Benefactor ante la mismísima Asamblea General de la ONU. Al doctor Balaguer lo movía, por sobre todas las cosas, su humanismo. Muy probablemente esto haya salvado al Estado caribeño.

En fin, pocas veces la lectura de un libro me ha provocado tanta felicidad, y miren que ya es decir para un melancólico contumaz.

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