Después de seis meses de no hacerlo, hoy me aventuré de nuevo a ir a trotar los siete kilómetros del Parque Metropolitano de León. Después de tanto tiempo, mi único objetivo era no detener el paso durante el largo trayecto. Lo hice a un ritmo acorde a mi edad y sin tratar de demostrarle nada a nadie más que a mí mismo, pero de repente, un individuo que me seguía de cerca se me emparejó y me “aconsejó” que si no podía yo respirar que mejor le bajara. Esto ocurrió justo a la mitad del recorrido, tan a gusto que iba yo y tan bien que me sentía. Pinche metiche, pensé para mis adentros, y le respondí airado: “No, no, no, yo sé lo que hago, ¿okey?”, y con un ademán firme le indiqué que siguiera adelante y dejara de entrometerse. Así lo hizo y ha de haber pensado: méndigo anciano, allá él si se infarta.
Me hizo recordar un caso similar en el parque Naucalli, en México, hace un cuarto de siglo, cuando otra alma “caritativa” me comentó al pasar a mi lado que si yo respirara de otra forma me cansaría menos. “Muy bien -le respondí-, cuando necesite un entrenador, yo te llamo, mientras tanto, sigue tu marcha”.
Qué afán de querer modificar los hábitos de uno, cuando entre muchas otras violencias, la del respirar estentóreamente al correr nunca me ha sido ajena, mucho menos cuando corría maratones, y aun así, sin una técnica depurada, logré hacer menos de tres horas en uno de ellos. Pero sobre todo, digo yo, qué afán de meterse ilustres desconocidos donde nadie los llama y no les importa, ¡carajo!
Mejor mi amigo, aquel que me inició en todo esto de las carreras de fondo, cuando íbamos a correr junto con algún desconocido para mí que lo acompañaba, le advertía a las pocas centenas de metros recorridos: “No te preocupes por Raúl, así respira él”, sin tratar nunca de corregirme, y heme aquí, más de cuarenta años después y casi 72 de edad. ¡No chinguen, pues!
Sin dejar de trotar, la segunda mitad del trayecto, después del incidente de hoy, transcurrió, obviamente, con un poco más de dificultad después de tanto tiempo inactivo, pero con la incomparable recompensa de la esplendorosa sonrisa en el rostro de Elena, que ya para entonces me esperaba en la meta, pues me había acompañado al parque.
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