Para
Diego Armando Maradona, por hacerme testigo protegido y otorgarme el criterio
de oportunidad de presenciar en vivo las tres más grandes hazañas de su vida:
los dos goles contra Inglaterra en cuartos de final y el campeonato del mundo, en
México ‘86.
En 1986, IBM de México fue patrocinador y parte del comité organizador del Mundial de futbol de ese año en el país. Como tal, entre otras cosas, prestó terminales remotas en todas las sedes e instaló un centro de cómputo en el CIP (Centro Internacional de Prensa), sito en Campos Elíseos, a un costado del hotel Presidente Chapultepec. Yo fui el responsable de la instalación del software de comunicaciones encargado del manejo de la red así conformada. En compensación, unos meses antes, IBM obtuvo de las autoridades del comité bonos para los empleados que quisieran presenciar los diez encuentros que se disputarían en el estadio Azteca durante el certamen, cuyo precio, ya de por sí bajo, sería descontado mensualmente por nómina. Se necesitaba verdaderamente odiar el soccer o haber pasado a mejor vida para dejar escapar tal oportunidad. Aunque sólo fuera como negocio.
Los dos bloques en las gradas asignados en el estadio a los empleados de IBM eran inmejorables, no tan esquinados y en perfecta diagonal en las tribunas laterales opuestas del coloso.
Y se llegó el día del gran encuentro, esperado por todos: Argentina-Inglaterra en los cuartos de final, con toda la carga emocional que semejante confrontación representaba: todo mundo recordaba cómo veinte años atrás en Wembley, precisamente en otros cuartos de final entre los mismos rivales, el argentino Antonio Ubaldo Rattín, al ser expulsado del partido y tras un largo show, se agarró los genitales al pasar frente a la tribuna donde se encontraba la Reina Isabel II (¡sí, sí, la misma de ahora!). Y cómo olvidar la afrenta de las Malvinas contra los argentinos en 1982.
En fin, el escenario estaba dispuesto, y al minuto 51 un desvío desafortunado de un defensor inglés resultó en un balón elevado que disputaron el portero británico, Peter Shilton, y el Pelusa, que claramente éste impulsó a la red auxiliándose exclusivamente de la mano. La acción fue clara, pues yo estaba a no más de 30 o 40 metros de la escena del “crimen”, pero el compañero que tenía a mi lado ni aun así la vio. “¡Lo van a anular, hombre!”, le gritaba. “No, no, no, lo están dando por bueno”, me ripostaba él. Y en efecto, el árbitro auxiliar señalaba con su bandera hacia el centro del campo, confirmando lo que mi interlocutor decía. No daba yo crédito, ¡se había consumado la estafa!
Si hubiera existido el VAR, o si hubiera sido yo el abanderado, se habría anulado el gol con toda justicia, pero ¡qué bueno que no fue así! No sólo porque el VAR ha hecho del futbol un “espectáculo” insufrible y tedioso, sino, sobre todo, porque tal vez nunca hubiésemos visto el siguiente gol de Maradona contra la “pérfida” Albión cuatro minutos después. Gol que ha sido bautizado injustamente como el “Gol del Siglo”, pues yo lo calificaría del milenio o de la historia del balompié. Jamás he visto nada igual ni lo veré en lo poco o mucho que me reste de existencia, en vivo y a no más de treinta metros de mis narices: Maradona tomó el balón más allá de media cancha, burló a seis o siete rivales, se dio el lujo de esperar la salida del portero, tocar suavemente abajo a su izquierda y todavía salir indemne del guadañazo que le tiran al final. Si Diego Armando hubiera sido un artista -que lo fue-, su gol hubiera sido la obra de arte perfecta. ¡Lo es!, porque en la actualidad tenemos la opción de repetirla cuantas veces queramos a través de la red. Yo estuve ahí y en la posterior coronación de Argentina frente a Alemania (3-2). ¡Inolvidable!
Qué curioso, el corrector de mi procesador de texto (Word) ya no marca la palabra D1OS como errónea. La intenté ahorita y no me la subrayó en rojo, aunque en el diccionario de la RAE, obviamente, no aparezca.
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