La pandemia me obligó a releer los primeros dos libros que leí en mi vida: La Navidad en las montañas, de Ignacio M. Altamirano, y La gaviota, de Fernán Caballero (seudónimo de Cecilia Böhl de Faber). Esto lo hice a los 14 y 15 años de edad, cuando cursaba segundo y tercero de secundaria, respectivamente, es decir, ya estaba bastante huevoncito como para apenas iniciarme en tan sacrosanto deleite. Todo esto, obligado por las circunstancias, pues nos lo asignaron como deber ineludible en la escuela confesional donde recibí mi instrucción básica y media (Colegio Cristóbal Colón) en la Ciudad de México.
Y es que de veras no entendía yo cómo alguien podía tomar un grueso libro y aventarse el tiro de leerlo todo. Se me hacía una tarea imposible y digna de la mayor admiración, y eso que la obrita de Altamirano es una pequeña novela de poco más de una treintena de páginas, no así la de Caballero, una novela ya mucho más en forma. Como quiera que sea, disfruté de ambas enormemente, casi tanto como ahora, aunque ya con la amplia visión que da el haber leído durante tanto tiempo. No en balde ha pasado más de medio siglo.
La obra del insigne mexicano es un auténtico cuento navideño, y la de la española, una novela moralista en la que juega un papel importante el adulterio. Difícil imaginar en una escuela “mocha” de aquellos lejanos años una lectura tal y entre puros varones adolescentes, a una edad en que las “más bajas pasiones” comienzan a desbordarse. Afortunadamente, nuestro maestro de literatura española era una eminencia con el más amplio criterio. Sin duda, el mentor que, junto con otros dos en el ámbito de las ciencias, recuerdo con más cariño en toda mi vida.
En realidad, La Gaviota hubiéramos tenido que leerla en equipo ¡durante las vacaciones! (tareas –contra los derechos humanos, dirían ahora- muy comunes entonces) y acreditar dicha lectura con un trabajo conjunto, pero yo que, contraviniendo todas las falacias al respecto, jamás he creído en tales baladronadas, reuní al mío -conformado por Llorens, Martínez, Saavedra y un servidor- y los instruí: yo compro el libro, lo leo, hago el trabajo, lo paso a máquina y lo encuaderno; tú, Martínez, que le haces al dibujo, conforme vaya avanzando en la lectura, te paso los rasgos de los personajes y los dibujas, junto con algunos otros elementos de la novela que vayan surgiendo, y ustedes, Llorens y Saavedra, corren con los gastos en que incurramos. Por supuesto, todos aceptaron de mil amores.
Y ahí me tienen, describiéndole los personajes centrales a Martínez: Marisalada, la Gaviota, hija del pescador Pedro Santaló, y sobrenombrada así por su propensión al canto en sus correrías por la playa; la tía María, su protectora; Momo, bajo la férula de la tía, mozalbete de la picaresca y némesis de Marisalada; el doctor Stein, alemán, caído al pueblo por casualidad, se enamora y casa con la Gaviota, y, en fin, Pepe Vera, el torero, y con quien aquella termina poniéndole el cuerno a Stein (el colmo: poner el cuerno al marido con un torero).
Una vez terminado el trabajo, lo llevé a encuadernar en pasta dura y, nada humilde, hice que grabaran en grandes letras doradas sobre la cubierta: Estudio crítico de Fernán Caballero, y los nombres de nosotros cuatro en caracteres más pequeños: Gutiérrez, Llorens, Martínez y Saavedra, en riguroso orden alfabético (justicia divina). Al regresar de “vacaciones” entregamos el trabajo y la siguiente clase fuimos convocados a comparecer enfrente del salón para que nuestro querido profesor vertiera los más sentidos elogios por nuestro loable empeño. Algo ha de haber imaginado el canijo, pues al final, dirigiéndose a mí, concluyó con voz emocionada que provocó en mi interior una euforia descomunal: “Compañero, usted ya cumplió escribiendo un libro, únicamente le falta sembrar un árbol y tener un hijo, que ya a su debido tiempo sabrá usted cómo llevar a cabo”.
Y heme aquí, cincuentaicinco años después, esperando la aparición del segundo libro… y como don Teofilito. Ya ven, prefiero divagar con pendejaditas como ésta. Eso sí, he sembrado varios árboles y tenido dos hijos extraordinarios, para los que sí necesité de trabajar en equipo denodadamente con mi querida Elena, team leader indiscutible.
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