Elena, mi esposa, no roncaba, pero de
unos años a la fecha es de a tiro por noche. El problema llegó a ser tan
acuciante que hasta al otorrino fuimos a ver. Su diagnóstico fue contundente:
tiene un problema con los cornetes que necesita de intervención quirúrgica.
Cuando nos lo comunicó, yo le dije que estaba en parte de acuerdo con él, pues
mi mujer no parece contar con cornetes, sino con potentes, sonoras trompetas.
Obviamente, nos olvidamos del asunto.
Sin embargo, alguna vez que dormí de corridito, no tuve más remedio que reconocerlo a la mañana siguiente diciéndole que se había portado de maravilla al no haber emitido sonido gutural alguno durante toda la noche. No obstante, cuando desayunábamos con los hijos en la cocina, éstos no pudieron evitar comentarle socarronamente a su madre que ese día sí que habían oído sus ronquidos. El hijo, que duerme en la habitación más lejana, le comentó que hasta allá llegaba el estrépito, a lo que la hija respondió: ahora imagínate yo, que duermo a pared de por medio de ellos. Elena no tuvo más remedio que indicarles con un movimiento de cabeza que el autor de sus insomnios no había sido otro más que ¡su padre! Los vástagos se morían de la risa. De inmediato la inquirí: ¿tú también me oíste? Vaya que si te oí –me respondió-, ya que tampoco me dejaste dormir. A mí no me quedó más que cínicamente concluir: ¿será por eso que no te oí yo a ti, Elenita? Sí que he de haber estado cansado esa vez, yo que tengo el sueño tan ligero.
Pero estábamos hablando de los ronquidos de Elena. En ocasiones no me queda otra más que despertarla de madrugada para no pasarme la noche en vela. Además, sólo le basta poner la cabeza en la almohada para, casi al instante, dormirse, digo, perdón, roncar. Mientras que yo hay veces que paso horas tratando de conciliar el sueño. Cuando ocurre que ambos dormimos y ella empieza a roncar, pueden llegar a darse diálogos nocturnos del siguiente tipo cuando me despierta:
- Elenita –le digo, zarandeándola un poco-, Elenita…
- (Ininteligible).
- Elenita… –con un zangoloteo más vigoroso.
- Mhhh… síii, ¿qué?... –responde desde las catacumbas.
- Elenita – le reitero-, estás roncando.
- ¡Cómo voy a estar roncando si estoy despierta! –me ataja con pasmosa lucidez y se da media vuelta para seguir roncando.
Estoy seguro de que el sueño nunca la abandona, vamos, nunca es consciente, por eso sus respuestas me sorprenden aún más. Mis risotadas, obvio, no logran despertarla, pero lo bueno es que el proceso me proporciona al menos algunos minutos de paz, mientras sus ronquidos no suben de intensidad.
Juro que en tales ocasiones me dan ganas de agarrarla a besos, cual niña chiquita que sale con sus ocurrencias.
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